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En Chipre
Capítulo 36

De cómo el Rey de Esclavonia vino a sitiar a Nicosia en Chipre y de las proezas que hicieron los dos jóvenes de Trazegnies

Acompañamiento musical

Bien habéis oído la manera como el Rey de Chipre estuvo en Babilonia, donde sufrió una gran pérdida de gente. Esta noticia fue rápidamente difundida por los reinos sarracenos. Y es así como se enteró Bruyant, el Rey de Esclavonia, que odiaba al Rey de Chipre más que a ningún otro cristiano en el mundo. Por eso, pensó que había llegado la hora de ir a atacarlo. En vista de la derrota de que se acababa de enterar, juró por la ley de Mahoma que colocaría tanta gente en Chipre que lograría destruir al Rey y a su Reino si no se convertían a la ley de Mahoma. Reunió a su poder, sus reyes y emires, alistó su armada y se proveyó de todos los víveres y artillería necesarios para hacer la guerra.

Es así como se hizo a la mar, acompañado de doce reyes y un conjunto de emires. Partieron del puerto de Duras en Albania, con viento a Sudeste. Navegando a viento y a vela, pasaron el canal de Rodas y entraron en el golfo de Satalia y se esforzaron tanto que llegaron a Baffe en Chipre. Soltaron las anclas y saltaron de las naves, bajando a tierra los caballos, las armas, las tiendas de campaña y los estandartes. Cuando el Rey Bruyant vio que habían llegado a Chipre sin mayor dificultad, ordenó quemar las naves de su flota a fin de que sucediera lo que sucediese, ninguno de los suyos pudiera huir. En su opinión, todo cristiano debía ser sometido a esclavitud; incluso decía que a su regreso tomaría Rodas y destruiría a los templarios. Después iría a Roma para hacerse coronar emperador. Mataría al Papa y colocaría la imagen de Mahoma sobre el altar de Pedro .

Así como me oís decir, el Rey Bruyant conversaba con sus barones, los cuales estaban muy preocupados cuando vieron arder sus naves, diciéndose unos a los otros que les sería imposible regresar jamás a su país. Cuando se vieron en tierra, se dispersaron por la región destruyendo y quemando iglesias y campanarios. Muchas abadías y prioratos fueron quemados y muchas doncellas deshonradas. Los gritos y la confusión fueron tan grandes que las noticias llegaron hasta Nicosia donde se encontraba el Rey, a quien le preocuparon mucho y lo irritaron más allá de toda medida. Rápidamente hizo publicar un bando por toda la ciudad ordenando que todos se armaran y estuvieran listos para acompañarlo. Entonces, un gran ruido se elevó de la ciudad porque las damas y las doncellas lloraban por sus padres, hermanos y maridos. Por otra parte, llegaban a la ciudad los fugitivos y la pobre gente del campo gritando y lamentándose lastimeramente de que los sarracenos iban por el país destruyendo todo. El Rey, oyendo el clamor de su pueblo, estuvo muy apenado y triste. Inmediatamente, hizo sonar cornos y trompetas y montó sobre su destrero. Los jóvenes de Trazegnies, que habían oído el ruido, corrieron a armarse; luego, montaron sobre sus caballos y se dirigieron al campo donde se encontraba el Rey ordenando los batallones. Una vez que hubo encomendado el mando a aquellos que consideraba dignos de ello, se puso en camino.

Cuando descendían un montículo, divisaron diez mil soldados sarracenos que llevaban consigo un enorme botín. Había que ver la cantidad de hombres, mujeres y ganado que habían reunido y que hacían caminar delante de ellos a golpes y empujones, lo que daba pena ver. El Rey ordenó que se les atacase. Entonces comenzó la batalla, muy grande y fiera de ambos lados. Gran cantidad de lanzas fueron quebradas y gran cantidad de caballeros cayeron al suelo y sus caballos huían sin jinete. Entonces Jean de Trazegnies llamó a Gérard y le dijo: "Hermano, ha llegado la hora en que inmediatamente debemos mostrar nuestras fuerzas y habilidades a fin de ganar fama. Porque más nos valdría morir que no hacer cosa alguna digna de recordarse y que nos permita conquistar hoy día honor y gloria". Entonces, Jean bajo la lanza y arremetió contra un sarraceno con tal fuerza que la lanza le atravesó el cuerpo en más de un pie. Después atacó a un segundo y a un tercero y a un cuarto antes de que su lanza se rompiera. Derribó a cinco que quedaron en el suelo sin mover ni un dedo, sin mover ni pie ni pierna. Por su parte, Gérard estaba lo más cerca posible de su hermano quien seguía haciendo tales cosas que los sarracenos se maravillaban. Jean se metía entre ellos como el lobo entre las ovejas. Muy grande y feroz fue la batalla que se prolongó por mucho tiempo antes de que pudiera saberse quién tenía la mejor parte. El Rey de Chipre, espada en mano, penetró en la batalla arengando a su gente. Los sarracenos hubieran sido derrotados si no fuera porque un pagano por miedo de morir huyó hasta las tiendas de campaña y pabellones donde estaba el Rey Bruyant. Cuando llegó ahí, comenzó a gritar: "Rey Bruyant, no aguardéis más y corred en ayuda de vuestra gente que se encuentra combatiendo en los campos. Por que si os demoráis en socorrerlos, encontraréis a todos los que fueron a buscar forraje cortados en pedazos y muertos por el Rey de Chipre y por los cristianos que están con él". Entonces, el Rey Bruyant se puso a gritar y ordenó a sus barones que inmediatamente y sin perder más tiempo fueron a socorrer a su gente que combatía con los cristianos. Entonces de todos lados la gente salía a armarse dando gritos tan extraordinarios que se podía oírlos hasta a dos leguas. Dando alaridos y gritos de guerra, corrieron por los campos para llegar lo antes posible a la batalla.

El Rey de Chipre, hombre prudente y sutil en cosas de guerra, viendo que la fuerza no estaba de su lado, hizo tocar a retirada. Entonces los cristianos sin mucho entusiasmo a pequeños pasos comenzaron a regresar a Nicosia, Jean y Gérard de Trazegnies estaban muy apenados por esta decisión. Gérard se acercó donde el Rey y le dijo: "Sire, gran deshonra y vergüenza tenemos todos por el hecho de retirarnos ante sarracenos e incrédulos". "Callad, le dijo el Rey, cuidaos de no hablar más de esto. Somos demasiado pocos en relación a ellos, por lo que podríamos sufrir un gran daño. Ya que las cosas han salido bien hasta este momento, debemos dejarlas así antes de que nos sobrevenga un mayor mal; hasta que en otra oportunidad tengamos las circunstancias a nuestro favor. Gérard," agregó el Rey, podéis ver las llanuras y las montañas cubiertas de sarracenos. Es imposible que podamos resistir contra ellos. Vayamos a descansar hasta otra oportunidad". "Batallas pelearemos mucho, Sire", le dijo Gérard, "lo que decís es correcto". Así conversando, todos se pusieron en camino hacia la ciudad.

Pero pronto advirtieron que los sarracenos venían tras ellos. Uno de los sarracenos comenzó a gritar: "¡Oh, muy falsos cristianos!. No escaparéis sino que todos seréis entregados al martirio". Gérard buscó con la mirada detrás de él al sarraceno que así los amenazaba y lo vio que se adelantaba un poco a su gente. Cuando lo tuvo bastante cerca, volteó la cabeza de su destrero, bajó la lanza y embistió al sarraceno con tal fuerza que la lanza atravesó su cuerpo y éste cayó muerto a tierra. Después desnudó su espada y corrió sobre otro sarraceno a quien le dio tal tajo que lo abrió hasta el mentón. Entonces, con voz potente, comenzó a gritar "¡Trazegnies!". Jean se le había acercado y combatía muy fuerte: los dos juntos hacían tales cosas que sus enemigos estaban maravillados y ninguno se atrevía a acercarse. Jean, que era muy prudente y moderado, observó que ellos no eran sino dos y que los chipriotas no podían verlos porque estaban de espaldas. Por eso, llamó a su hermano Gérard y le dijo: "Hermano, es tiempo y hora de que demos marcha atrás. Es imposible que nosotros dos combatamos contra todos los sarracenos. Creo que ya hemos cumplido con nuestro deber. Por eso os ruego que regresemos juntos". "Hermano", le dijo Gérard, "ya que os place, estoy dispuesto a seguiros". Partieron de ahí y cabalgaron tanto que entraron a Nicosia con el Rey de Chipre. Cuando estuvieron ahí, fueron a su posada para desarmarse y ponerse cómodos. Dejaremos a ellos en este lugar y hablaremos ahora de los sarracenos del Rey Bruyant y de su ejército que era tan grande que cubría todos los valles y montañas.

Cuando el Rey Bruyant llegó al lugar donde se había desarrollado la batalla y vio la gran matanza que su gente que había hecho de los cristianos, comenzaron a temblarle las piernas y los brazos y el cuerpo entero de tanta ira que tenía. Lamentó mucho a los muertos y después ordenó que las tiendas de campaña y los pabellones fueran levantados delante de la ciudad. Porque su intención era, según dijo, rodearlos tan de cerca que nadie pudiera salir, ya sea hombre o mujer.

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Y juró, haciendo el juramento sobre su Dios Mahoma, que no abandonaría el sitio hasta que la ciudad no se hubiera sometido a su voluntad y el Rey Chipriota hubiera sido destruido.

Así como lo oís, el Rey de Esclavonia hizo el juramento delante de sus barones y de la muchedumbre a la que había armado y reunido en torno a él. Habían ahí cien mil esclavonios y otros cien mil procedentes de Turquía, de Barbaria y de Moriena; todos ellos estaban a sueldo del Rey Bruyant e incluso formaban parte de su ejército doce Reyes con corona, todos listos y equipados para obedecer sus órdenes.

Los sitiadores causaron gran daño al reino de Chipre. Sucedió que un día de tantos, el Rey de Chipre, viendo que su país era asolado y quemado, destruido por el fuego y por el hierro, reunió a sus barones y a su Consejo y con bellas palabras les señaló el mal y los perjuicios que el Rey Bruyant y su gente habían hecho y que cada día se seguían esforzando en hacer. "Es por eso, Señores, que os ruego que aquí reunidos me aconsejéis sobre la manera como podríamos liberarnos de estos peligros y crueldades. A vosotros os toca tanto como a mí encontrar una solución para salvar vuestros cuerpos y vidas y las de vuestras mujeres y niños. Os agradeceré que cada uno dé su opinión y que diga lo que le parece que debe hacerse". Entonces, Gérard, que era muy impaciente, se levantó y dijo: "Sire, si quisierais aceptar mi opinión, correríamos sobre ellos sin mayor espera. Por que si ellos ven que los atacamos sin miedo y con buen ánimo, sabed en verdad que tendrán el mayor temor de su vida y veréis que, apenas comencemos a hacerles daño, huirán". El Condestable de Chipre que ahí estaba, habiendo oído hablar a Gérard, se sonrió con satisfacción y dijo que había hablado bien y que el Rey debía prestarle atención, ya que lo que había dicho estaba fundado en un gran coraje. Después de que Gérard hubo hablado, nadie más se atrevió a decir nada. Mientras estaban ahí conversando, cundió la alarma por la ciudad. Corrieron todos a ponerse su cota de malla y su armadura y fueron a tomar sus puestos para la defensa de la ciudad. El Rey Bruyant había ordenado el ataque de la ciudad por tres lados diferentes. Los que estaban dentro se defendían vigorosamente. Desde arriba de la muralla, arrojaban piedras, fuego griego, aceite hirviendo y plomo derretido sobre los asaltantes, muchos de los cuales murieron. Dios sabe como Jean y Gérard defendieron su puesto. El asalto duró desde la mañana hasta la noche, sin cesar, y sin que el Rey Bruyant ni su gente pudieran causar mayor daño a la ciudad. Esto lo preocupó y lo irritó mucho. Hizo tocar a retirada y regresaron a sus tiendas de campaña y pabellones muy cansados, dejando los fosos que rodeaban a la ciudad llenos de su propia gente muerta y herida sin que les fuera posible ni siquiera socorrerlos. Los de la ciudad remataron a todos los heridos y persiguieron a los fugitivos.

Así como lo oís, el Rey Bruyant tuvo que huir en medio de gran vergüenza y los de la ciudad recibieron gran honor y gloria. Cuando llegaron los esclavonios a sus tiendas de campaña, se quitaron las armaduras y establecieron las vigías y centinelas, colocando en ello a veinte mil hombres cuya dirección y mando fue confiado a Ostrans, que era sobrino del Rey Bruyant de Esclavonia.

De ellos dejaré de hablar y diré algo sobre el Rey de Chipre que estaba en su ciudad comentando con sus barones el gran ataque que ese día habían tenido. Jean de Trazegnies, habiendo oído los comentarios, dijo en presencia de los barones: "Sire, si alguien quisiera creerme y hacer lo que voy a deciros, estoy seguro de que causaríamos un gran daño a nuestros enemigos". "Jean", le dijo el Rey, "os ruego y ordeno que me digáis aquello que puede hacerse para que inmediatamente sea ejecutado". "Sire", le dijo Jean, "se dice comúnmente que el que está en guerra debe utilizar el día y la noche para desconcertar y sorprender a su enemigo. Lo digo por vos que estáis sitiado por un Rey muy poderoso que ha causado ya grandes daños y vuestro reino y que además se esfuerza con todo su poder en destruir y aniquilar la santa fe de Jesucristo, lo que a todos nos preocupa. Sabéis que ayer, a lo largo de todo el día, esta ciudad fue atacada pero, por la gracia de Nuestro Señor, los asaltantes regresaron a sus tiendas de campaña en medio de gran confusión y daño, tan cansados que a duras penas podían regresar hasta su campamento. Es por eso que os aconsejo que mañana, apenas apunte el alba, corramos sobre ellos en sus tiendas de campaña lo más secretamente que podamos, sin grito ni ruido alguno y sin hacer sonar las trompetas ni los cornos de batalla. Los encontraremos a todos dormidos por el gran esfuerzo hecho el día anterior. No me creáis nunca más, si esto no da buen resultado". Entonces el Rey, el Condestable y todos los barones alabaron mucho el consejo y se dieron uno a otros que jamás a Rey o Príncipe alguno mejor consejo se le había dado. Gérard, habiendo oído el consejo de su hermano, se puso muy contento y dijo en alta voz que le placería mucho colaborar en la ejecución.

Entonces el Condestable hizo saber por toda la ciudad, sin que el bando fuera anunciado mediante trompetas, que al día siguiente en la mañana todos debían estar preparados, armados y montados sobre su destrero en la puerta, sin hacer algarada ni ruido alguno. Esa noche hubo gran movimiento por toda la ciudad: las mujeres, las damas doncellas y los viejos iban por los monasterios para rogarle a Nuestro Señor que quiera guiar a sus gentes y hacerlas después regresar a la ciudad con gran honor. Cuando llegó el alba, el Condestable, Jean y Gérard de Trazegnies, acompañados de diez mil hombres decididos y valientes, salieron de la ciudad. Cuando estuvieron en el campo, tomaron directamente el camino de la tiendas de campaña donde todos dormían; incluyendo el Rey Ostrant quien, a pesar de que le correspondía esa noche el mando y cuidado de la vigilancia, se había retirado a su tienda para descansar y dormir. No encontraron centinela ni vigía alguno que no estuviera dormido debido al cansancio del esfuerzo realizado el día anterior. Entonces, nuestros cristianos se metieron entre las tienda y pabellones, cortando las cuerdas y los mástiles, de manera que todas cayeron por tierra. Cortaban y tasajeaban sarracenos y los hacían morir con gran martirio. Jean y Gérard de Trazegnies entraron en la tienda del Rey Ostrant, a quien encontraron dormido. En mala hora se despertó. Oyó el ruido y los gritos y se incorporó rápidamente, intentando saltar fuera de su lecho. Pero Jean de Trazegnies lo advirtió, se acercó a él con la espada en la mano y le dio un golpe tan grande sobre la cabeza que lo abrió hasta el pecho. Ostrant cayó muerto delante de él, sin mover ni pierna ni pié. "Hermano, le dijo Gérard, éste ya nunca nos hará daño. Vamos donde los otros que ya es hora". Entonces ellos dos y el Condestable penetraron dentro de los grupos de sarracenos. Abatían y confundían a todos los que encontraban. Era una maravilla ver las grandes proezas y la forma como mataban a los sarracenos los jóvenes de Trazegnies. Así también peleaban el buen Condestable, quien penetró tan profundamente en las filas sarracenas que de pronto se encontró rodeado por ellos; lo capturaron y lo llevaron prisionero ante el Rey Bruyant. Este juró por su Dios Mahoma que lo haría morir con muerte cruel. El noble Condestable fue llevado delante de la tienda del Rey Bruyant donde fue amarrado y encadenado a una estaca. Jean, Gérard y los chipriotas tasajeaban a sus enemigos; pero estaban muy apenados y molestos de que hubieran tomado prisionero al Condestable. "Adelante, Señores chipriotas, gran desgracia y gran vergüenza recaerá sobre nosotros si no hacemos todo lo que esté en nuestro poder para recuperar al buen Condestable". Pero esto era hablar en vano; porque era tal el número de los esclavonios que resultaba imposible acudir en socorro ni prestar ayuda alguna al Condestable. El Rey de Chipre, irritado como un león por la captura de su Condestable, se metió entre los paganos a quienes les aplicó gran disciplina, matándolos y dándoles tajos. Pero el número era tan grande y había tal muchedumbre de esclavonios, ya todos armados, que los chipriotas tuvieron que dar marcha atrás y el Rey de Chipre, viendo que había llegado la hora de regresar, hizo tocar a retirada; de lo cual Jean y Gérard estaban muy apenados por el hecho de que se les ordenaba partir. Mucho se lamentaron de la captura del buen Condestable. Regresaron hacia Nicosia apenados y encolerizados por la captura del buen Condestable. Entraron en la ciudad con gran gloria y alabanza, luego de haber infligido gran daño a sus enemigos. Dejaremos de hablar de los Chipriotas y diremos algo sobre el Condestable que estaba prisionero en el campamento.