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El viaje a Jerusalén
Capítulo 6

Cómo Gillion partió de Trazegnies para hacer su viaje y del gran duelo de su mujer encinta

Acompañamiento musical

Cuando el Conde oyó lo dicho por Gillion y apreció lo inconmovible de su decisión, estuvo muy confundido y maravillado, lo mismo que la Condesa y que los barones y todos los que ahí se encontraban, con mucha molestia de corazón. La Dama Marie, su mujer, que quedó completamente abatida y pensativa por el gran dolor que sintió al oír la decisión de su Señor, cayó desmayada en la sala y parecís más muerta que viva. El Conde, la Condesa y las damas la levantaron y la reconfortaron lo mejor que pudieron. Cuando el Conde hubo escuchado el propósito de Gillion y visto el dolor de su prima, dijo muy perturbado: «Gillion, sucede que esta promesa que habéis hecho aún puede ser postergada. No es que la debas incumplir sino que podría ejecutarse después de que vuestra mujer haya dado a luz al hijo que lleva en su seno. Si partís ahora, bien pudiera suceder que ella resultara afectada. Os aconsejo esperar hasta que hayáis visto al hijo que ella vos proporcionará. Una vez que hayáis visto que todo ha resultado bien, podéis partir y cumplir vuestra promesa». «Sire,» dijo Gillion al Conde, «la cosa sería muy grave si vos rehusáis, pero mi partida no puede ser postergada porque así lo he prometido a Dios. Os encomiendo mi mujer y os suplico, así como a la Señora, que la tengáis en buena gracia y como recomendada hasta mi regreso, que será lo más pronto posible». Cuando el Conde vio que era conveniente que Gillion partiera y que nada podría hacerle cambiar de idea ni desviarlo de su propósito de hacer el viaje, las lágrimas le cayeron de sus ojos a lo largo de sus mejillas.

Es entonces que comenzó el duelo tan grande de todos los que ahí estaban. La Dama Marie, su mujer, toda bañada en lágrimas, se colocó de rodillas delante de Gillion, su marido, y le dijo: «Mi muy querido Señor, os suplico postergar vuestra partida hasta después del parto para que conozcáis, desde antes de dejarnos, al heredero que Nuestro Señor nos habrá enviado. Después me quedaré incluso contenta por vuestra partida, porque conviene que hagáis el viaje. Si no me concedéis este pedido, tengo mucho miedo y temor de que me suceda algo muy malo». «Dama,» le dijo Gillion, «os ruego que no me habléis más de ello. Tened confianza en Nuestro Señor y en la Virgen María. Ahí están nuestro buen Señor y su Dama que os visitarán

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y confortarán. Por otra parte, aquí están nuestros buenos Señores, parientes y amigos, a los que yo os encomiendo». Entonces la Dama, viendo que toda súplica era inútil, se puso a llorar muy tiernamente; y la Condesa y las damas la reconfortaron lo mejor que pudieron.

Si la alegría había sido grande a la llegada de todo el cortejo, mayor fue la tristeza cuando todos se fueron. Gillion de Trazegnies hizo traer su saco de viaje que antes había ordenado preparar y se despidió de su mujer, a la que había encomendado a la Condesa y a las damas que ahí se encontraban. Entonces recomenzaron los lloros y los gritos, que daba pena oírlos. Y nada fue nunca más duro que verlos a los dos deshacerse en lágrimas. Dejaremos las lágrimas y las quejas que ese día fueron vertidas en Trazegnies, sobre todo cuando finalmente Gillion se despidió de su mujer, recomendándola a la Condesa. Ella le dijo al momento de partir que quería que le diera un anillo de oro donde estaba engastado un rubí muy grande, que él siempre llevaba en la mano. «Bella,» le dijo Gillion, «os lo doy para que os recuerde siempre rogar a Dios a fin de que pueda regresar pronto». La noble dama lo recibió llorando. Después, se besaron uno al otro al momento de partir. Entonces, el Conde y los barones montaron a caballo y partieron de Trazegnies muy quedos y callados, porque ninguno de ellos tenía ganas de decir nada debido a la gran tristeza que les había producido en Trazegnies la penosa separación del Señor y de la Dama.