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La promesa
Capítulo 5

Sigue en "El viaje a Jerusalén"

Cómo Gillion emprendió el viaje de ultramar y de la revelación que hizo al Conde de Hainaut delante de todos sus barones

Acompañmiento musical

Manuscrito Lord Devonshire: detalle corno y perros de caza.jpg

Cuando el Conde vio que las damas habían partido, él y todos sus barones montaron a caballo; porque fueron pocos los barones que no habían acudido a verlo en esa ocasión. Estaba el Señor de Havret, el Señor de Anthoing, el Señor d'Enghien, el Señor de Ligne, el Señor de la Hameide, el Señor de Bossus y varios otros caballeros y escuderos que acompañaban al Conde y a la Condesa.

Tanto se esforzaron que todos llegaron al Castillo de Trazegnies, donde fueron recibidos con gran júbilo por el Señor del lugar y por la Dama Marie. Si quisiera contarles la cantidad de platos y entremeses que se sirvieron ese día, ciertamente les aburriría. Pero sabed que de todo lo que en el país se podía obtener, no se ahorró en lo menor; al punto que lo que sobró fue después abandonado a los que libremente quisieran tomarlo. Pasaron cuatro días de fiesta y alegría. Cada día salían a entretenerse cazando ciervos y aves.

El quinto día, cuando el Conde y la Condesa estaban sentados a la mesa, el Señor de Trazegnies pensó que había llegado la hora del contar al Conde, su Señor, la causa principal por la que lo había hecho venir y decidió hablarle después de la comida. Acercóse al Conde y le dijo: «Monseñor y vos también Señora, os ruego perdonarme si alguna falta he cometido como anfitrión que pudiera haceros pensar que no habéis estado bien recibidos como lo hubiera querido. Pero nuestra ignorancia puede ser considerada una excusa. Es sabido que los recién casados jamás están bien enterados de la forma de agradar a un huésped como los que hace ya tiempo forman matrimonios». «Sire de Trazegnies,» dijo el Conde volviéndose hacia la Dama Marie, «veo bastante bien que no sólo mi bella prima, vuestra mujer, sino que ambos no han escatimado esfuerzo para ser buenos anfitriones. En cuanto a ella, veo que quien se dirigían estos comentarios, quedó tan azorada que enrojeció de vergüenza; lo que no le sentó mal tampoco, porque en toda la fiesta no había otra dama más bella.

Cuando el Conde terminó de cenar y se levantaron de la mesa después de haber dado gracias a Nuestro Señor, Gillion de Trazegnies vio que era el momento de hablar. Acercóse donde se encontraba el Conde, la Condesa y los barones y dijo en alta voz para que todos pudieran oír: «Mi muy respetado Señor, damas y vosotros señores, parientes y amigos, que me habéis hecho el honor de venir a ruego mío a mi morada y habéis tenido paciencia de nuestra humildad, aceptando de buen grado lo poco que hemos podido daros, aunque ha sido todo lo que estaba a nuestro alcance. Todos vosotros, vos Monseñor, vos Señora, vosotros todos, parientes y amigos aquí reunidos, sabéis que mi mujer y yo hemos pasado un tiempo sin haber podido concebir un hijo. Por ese motivo, ella y yo teníamos mucha pena ante Nuestro Señor. Y es a causa de este infortunio que hace poco más o menos cuatro meses rogué a Nuestro Señor que nos enviara un heredero, sea hijo o hija, que pudiera recibir en su día nuestras heredades y señoríos; y Le prometí que tan pronto me diera cuenta de que esta gracia me había sido concedida, partiría de inmediato para un viaje largo, sin pasar jamás en ciudad ni castillo más de dos días seguidos, hasta que hubiera visto y hubiera estado en la ciudad de Jerusalén y besado el Santo Sepulcro donde Dios estuvo muerto y vivo. Y por ello, a vos Sire, que sois mi Señor natural y que yo soy vuestro vasallo, y a vos mi Señora que estáis aquí y a vosotros todos, monseñores, parientes y amigos que estáis presentes, os encomiendo mi mujer, mis bienes y todo lo que vendrá de mí, sea hijo o hija, según lo que Dios ordene. Porque las promesas deben ser cumplidas y más aún si son hechas a Nuestro Señor de quien nos viene todo lo bueno».