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Capítulo 33 | Capítulo 34
Capítulo 33
La liberación

Acompañamiento musical

De cómo Hertan partió de Babilonia pintado de negro y llegó a Trípoli en Barbaria donde Gillion estaba prisionero y de cómo fue liberado

Ya habéis oído la manera como Gillion de Trazegnies fue capturado dentro de la nave del Rey Fabur de Moriena y cómo este Rey lo quería matar de inmediato, lo que no hizo en razón del consejo que le dio el Rey de Fez. Sabéis también como el Rey Fabur lo hizo colocar en un calabozo muy oscuro y tenebroso donde sufría mucho; porque no pasaba día sin que el guardián lo golpeara. Además, lo tenían solamente a pan y agua. A menudo, se quejaba diciendo: "¡Oh, Hertán, mi muy legal amigo! Creo que una madre no puede querer tanto a su hijo como vos me habéis estimado; sin embargo, nunca más os veré. ¡Oh, muy noble doncella Graciana! Tenía la esperanza de tomaros como mujer y casarme con vos según la ley cristiana; y ya nunca más regresar al país de Hainaut puesto que ahí he perdido a aquella que tan lealmente amé. ¡Desgraciado de mí! Bien sé que de la muerte no podré escaparme. Estoy seguro de que si Hertan supiera el lugar en el que estoy y el martirio que sufro, arriesgaría su vida por salvar la mía y me liberaría del peligro en el que estoy. Ruego a Dios que lo mantenga a salvo de peligro. Empero, estoy hablando tontamente porque ni un pariente ni un primo haría una cosa como ésta; y se dice a menudo que el que se aleja del ojo, se aleja del corazón".

A pesar de lo que Gillion decía o pensaba, Hertán no dejó de exponer su cuerpo y su vida y lanzarse a la aventura para tratar de encontrarlo. Se despidió de Graciana y se frotó la cara y las manos con una hierba, de tal manera que nadie, ni siquiera su padre, lo hubiera reconocido. Después subió a una embarcación de pesca que se encontraba en el río y que había hecho preparar de antemano, con la que llegó hasta Damietta. Ahí se embarcó en una nave de mercaderes, que lo condujo hasta Trípoli en Barbaria, donde en este tiempo reinaba el Rey Fabur de Moriena. Hertán había estado en otras oportunidades y conocía bien el país. Sabía también hablar el idioma, lo que le daba una gran ventaja para poder realizar la empresa que se había propuesto. Llegó a la ciudad el día de la Fiesta de San Juan. Ese día, el Rey Fabur había organizado una gran fiesta. Hertán, luego de desembarcar, se dirigió al palacio, donde encontró al Rey Fabur sentado a la mesa. Cuando estuvo frente a él, colocando una rodilla en tierra saludó al Rey, rogando a Mahoma que acrecentara su honor y su gloria. El Rey Fabur se puso a observarlo y le preguntó de dónde venía y qué quería. "Sire", le dijo Hertán, "sabed que he nacido y he sido criado en Damasco. Todo el tiempo he servido al Rey Ysor, a quien Mahoma tenga en su gloria, el que fue muerto delante de Babilonia por un falso y desleal cristiano, que no sé de dónde diablos pudo haber venido. La verdad es que ese día fui herido gravemente. Después he pasado mucho tiempo en Alejandría, donde mis heridas sanaron. Ahora he venido aquí para serviros y portarme de tal manera que mi servicio os será agradable. Por eso os pido muy humildemente que por el amor y favor de mi buen Señor Ysor, queráis recibirme en vuestro servicio". "Amigo", le dijo el Rey Fabur, "conviene que sepa de tí en qué oficio quieres servirme". "Sire, por Mahoma", contestó Hertan, "siempre he servido al Rey Ysor como guardián de sus prisioneros. Nunca he aprendido otro oficio en toda mi vida, salvo que también puedo ayudaros armado de lanza y escudo, galopando a la carrera sobre mi destrero e hiriendo al enemigo con mi espada". "Amigo", le dijo Fabur, "ya que es eso lo que sabéis hacer, os retengo conmigo y os nombro guardián de mis calabozos y prisiones. Habéis llegado en el momento oportuno, ya que tendréis bajo vuestra custodia al cristiano que mató al Rey Ysor, vuestro amo, a quien entrego a vuestra custodia. Lo podréis encontrar dentro del calabozo".

Cuando Hertán escuchó estas palabras del Rey Fabur, tuvo una gran alegría en su corazón aunque no la dejó notar a los demás. Por el contrario, para convencer mejor a Fabur se puso a hacer girar sus ojos y a frotar los dientes unos contra otros de tal manera que más parecía un enemigo que un hombre mortal. El Rey Fabur se maravilló mucho de la gran crueldad que mostraba el rostro de Hertán. Luego le preguntó su nombre. "Sire", le contestó Hertan, "mi nombre es Vivant". "Vivant", le dijo el Rey Fabur, "ya que así os llamáis, oíd lo que quiero deciros. La verdad es que cuando oísteis hablar del cristiano que está en el calabozo, os he visto cambiar de actitud e incluso mudar de color. Decidme la causa y guardaos bien de no ocultarme nada". "Sire", le dijo Hertán, "sabed en verdad que cuando os oí hablar del cristiano que había matado a mi buen Señor, el Rey Ysor, no hubo miembro de mi cuerpo que no haya temblado de ira. Me maravilla que lo habéis dejado con vida. Dado que ha matado a tantos nobles hombres, creyentes de nuestra ley, es una lástima que siga con vida. Ya que me lo habéis confiado, lo colocaré en tal estado que nunca más causará daño a vos ni a mí. Sire, así habéis oído la causa por la cual me habéis visto mudar de color. Porque además es él quien me hirió y quien me hubiera matado si no hubiera logrado escapar". "Vivant", le dijo el Rey, "para que podáis vengaros, quiero que seáis vos quien tenga las llaves y la custodia de la prisión". Entonces el Rey hizo llamar al guardián de la torre, que era un hombre muy malo, y le quitó las llaves; se las dio a Hertán y le dijo al malvado guardián que le proporcionaría otro oficio mejor. "Sire", dijo el guardián de la torre, "bien me place ya que ese es vuestro deseo". Entonces Hertán, teniendo en sus manos las llaves de la prisión, juró por la ley de Mahoma que se desempeñaría correcta y eficientemente.

Así como lo oís, Hertán fue encargado por el Rey Fabur de custodiar sus prisiones. Después de haber tomado estas disposiciones, el Rey Fabur se retiró a su habitación y Hertán, con las llaves y un grueso bastón en la mano, fue derecho al calabozo. Varios sarracenos lo seguían debido a los aspavientos que hacía con el bastón, como si ya estuviera golpeando a Gillion. Entre ellos se decían que no habían visto nunca un guardián de prisiones más cruel y que el cristiano debía temer su suerte. Después se alejaron conversando y volvieron a entrar al palacio. Hertán llegó hasta la puerta del calabozo y la abrió. Cuando Gillion oyó los cerrojos, tuvo tanto miedo que comenzó a temblar y dijo: "Mi Dios verdadero, que me has hecho a imagen vuestra, te suplico muy humildemente que queráis ayudarme y confortarme". Cuando Hertán hubo abiertos los cerrojos, miró alrededor suyo antes de entrar para estar seguro de que nadie podría oírlos. Se acercó a Gillion, a quien encontró muy asustado y le dijo: "Por mi Dios Mahoma, falso y desleal cristiano, todos los males caigan sobre vos. Porque por encargo del Rey Fabur soy el nuevo guardián de esta prisión. Me ha dado este puesto por el amor que le tenía a mi buen Señor Isor que vos habéis asesinado. Y por eso, de hoy en adelante, todos los días os golpearé tanto con este bastón sobre los huesos que quedarán todos quebrados". Cuando Gullion lo escuchó, junto las manos y le rogó que quisiera tener merced y piedad de él. "Amigo mío, te ruego que quieras matarme de un solo golpe. Porque bien prefiero morir de un golpe a vivir con tanto dolor. Ya lo ves que estoy tan débil que no puedo ni siquiera moverme". Cuando Hertán lo oyó, no pudo contenerse las lágrimas y le dijo: "¿Cómo Gillion, no me reconocéis? Soy Hertán, que por la estima que os tengo he sufrido mucho con vuestra ausencia y he corrido riesgos para venir a buscaros. Venid a abrazarme; aquí estoy para aliviar vuestros males. He pintado de negro

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mi rostro y mis manos a fin de no ser reconocido". Entonces le contó la manera como había sido contratado por el Rey Fabur como guardián de sus calabozos y prisiones. "Y a vos os odia más que a cualquier otra persona en el mundo. Pero ya que me ha encargado custodiaros, voy a hacerlo de tal manera que nunca más tendrá que preocuparse por ello". "Hertán", le dijo Gillion, "a Dios y a vos debo agradecer cuando habéis hecho tanto para venir a acudir en mi ayuda". Entonces, Hertán le quitó los hierros que lo encadenaban y le dio bastante de beber y de comer. Después salió del calabozo, cerró los cerrojos y, con las llaves y el bastón en la mano, fue al palacio para pasearse con los otros sarracenos. Después, cuando llegó la hora de la comida, le trajeron su comida a la torre; sin embargo, no la tocó para poder compartirla con Gillion cuando ya no hubiera peligro. A la hora de vísperas, todos se retiraron a descansar. Entonces, Hertán abrió los cerrojos del calabozo y ofreció a Gillion su comida, la que comieron con gran placer. Después, Hertán llevó a Gilion a dormir a su cuarto, regresándolo en la mañana a su calabozo. No hacía sino pensar noche y día en la manera como podría liberar a Gillion y se dijo a sí mismo que moriría si no podía hacer salir a Gillion libre.

Todas las mañanas iba a pasearse al palacio con las llaves y el bastón en la mano. El Rey Fabur lo apreciaba mucho. Un día lo llamó y le preguntó si el cristiano tenía todavía fuerzas dado que no comía sino pan y agua. "Sire", le dijo Hertán, "no puede tener fuerza alguna porque no pasa un día sin que yo le aseste doce golpes con este grueso bastón sobre sus costados". El Rey, sonriendo, le dijo que hacía muy bien y que así continuara haciéndolo. "Sire", le dijo Hertán, "tengo tanto placer en golpearlo que ya no me acuerdo de ninguno de los males que he sufrido en mi vida". El Rey Fabur se fue riéndose; pero si hubiera sabido la verdad sobre la forma como Hertán trataba a Gillion, habría sido terrible para ellos pues los habría matado con gran crueldad. Hertán, debido a su sutil ingenio, hizo tanto para hacerse querer que tanto grandes como pequeños lo apreciaban mucho. Pero día y noche no hacía sino pensar como y por qué medios podría salvar a Gillion y a si mismo.

Sucedió que un día el Rey Fabur había ido de cacería, donde pasó grandes dificultades. Por eso, esa noche estaba tan cansado que se retiró a dormir más temprano que de ordinario. Hertán comprendió que si alguna vez podían intentar la salvación de Gillion y de él mismo, éste era el momento. Recogió unas cotas de malla y una espada y vino al calabozo donde se encontraba Gillion, a quien le dijo: "Sire, os conviene poneros esta cota de malla y ceñiros esa espada. Porque si queremos salir de aquí, ha llegado el momento". Entonces dejaron la celda y fueron a la habitación de Hertán. Ahí cada uno tomó una túnica con la que se envolvieron y atravesaron el palacio tratando de no hacer ruido. Cuando llegaron a la puerta, Hertán llamó al portero que dormía con grandes ronquidos. Este reconoció inmediatamente a Hertán y le preguntó por qué se había levantado tan de mañana. Hertán le contestó que quería ir a la pradera a retozar un poco. El portero, que era un mal hombre, le dijo: "¡Id a acostaros de nuevo y que Mahoma os dé mala entraña!". Gillion, que estaba al lado de Hertán, sacó un cuchillo muy filudo y puntiagudo, se acercó al portero y se lo hundió en el cuerpo hasta el puño de tal manera que le atravesó el corazón y cayó muerto sin grito alguno y sin ruido. Hertán le quitó las llaves que llevaba en la mano y abrió la portezuela del portón, por la cual salieron él y Gillion. Cuando se encontraron fuera, se encomendaron a Dios. Atravesaron los campos y llegaron al puerto un poco antes del alba. A esa hora encontraron fácilmente varios barcos que se aprestaban para salir hacia Alejandría. Se acercaron al patrón de uno de ellos y le dijeron que eran mercaderes que querían viajar a Alejandría. El patrón, creyendo en lo que decían, los hizo entrar a su nave, donde dieron gracias a Nuestro Señor de su buena suerte y le rogaron que les condujera a puerto bueno y seguro. El viento era bueno y el patrón hizo levar anclas. El viento hinchó las velas con tal fuerza que en pocas horas se habían alejado de tierra.

Ahora dejaré de hablar de ellos y les contaré de la mujer del portero que estaba muy extrañada de que su marido no regresara donde ella. Apresuradamente saltó de la cama y se puso su abrigo de piel de carnero. Encontró que la puerta del cuarto estaba abierta y, un poco más allá, encontró a su marido tendido en el suelo, muerto. Cuando lo vio, pegó un grito tan fuerte que no hubo persona que no se despertara. Entonces, por todos lados se levantó la gente y vino hacia la puerta; ahí se encontraron al portero muerto y tendido en el suelo, de lo cual todos maravillaron. Inmediatamente se comunicó la noticia al Rey Fabur, quien se apenó mucho y dijo que no había duda de que existía un traidor entre ellos. Rápidamente, envió a algunos a la prisión, la cual encontraron completamente abierta y no estaba el prisionero ni el guardián. Por eso, los que habían ido a inspeccionar, regresaron al palacio gritando: "¡Ah, Sire Rey Fabur!. Sabed que esta noche el cristiano se ha escapado con la ayuda de vuestro nuevo guardián; los dos han partido juntos". El Rey Fabur montó en cólera y ordenó a gritos que siguieran a los fugitivos. Entonces, sarracenos de todas partes, armados y desarmados, a caballo y a pie, comenzaron a recorrer los campos. Unos por un lado, otros por otro; algunos llegaron hasta la playa donde encontraron a varios hombres de mar a quienes les preguntaron si habían visto a dos hombres que querían embarcarse. Estos respondieron que sí y les dijeron que dos mercaderes habían llegado y se habían embarcado en una nave poco después de media noche. Agregaron que el viento había sido bueno y fresco y que probablemente los había llevado muy lejos de ahí, por lo que sería imposible atraparlos. Los sarracenos, habiendo comprobado que no podrían encontrar a aquel a quien buscaban, regresaron inmediatamente donde estaba el Rey Fabur y le contaron lo que se había enterado. Cuando el Rey los escuchó, estaba muy apenado; pero comprendió que no se podía hacer nada más. Por este motivo, juró solemnemente que la próxima vez que tuviera un cristiano en sus manos, lo mandaría matar de inmediato. Debido a esta fuga, hizo fabricar grandes cadenas de hierro que colocó entre las torres que guardaban el puerto, a fin de que ningún barco ni nave pudiera partir sin su permiso. Todo esto se parecía a la actitud del que cierra la puerta del establo cuando ya el caballo se ha perdido. El Rey Fabur se quedó muy apenado e irritado por el hecho de que se había escapado su prisionero y de que habían matado a su portero; por lo que maldijo más de cien veces a Mahoma.

Dejaremos ahora de hablar del Rey Fabur y hablaremos de Gillion y de Hertán que se encontraban en alta mar.