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Capítulo 33 | Capítulo 34
Capítulo 34
La liberación

De cómo Hertán llegó a Babilonia y de las grandes demostraciones de cariño que les hizo Graciana y el Sultán, su padre

Sigue en "En Chipre"

Acompañamiento musical

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Ya habéis oído la forma como Hertán salvó a Gillion, liberándolo de las manos de los sarracenos donde se encontraba con gran riesgo de perder su vida. Cuando estuvieron en el mar, ya lejos de tierra, muy humildemente comenzaron a alabar a Nuestro Señor. Pero lo hicieron en forma muy recatada para que los paganos que los llevaban no oyeran. Hertán, que conocía bien el idioma, hablaba a menudo con ellos en árabe. Gillion se mantenía aparte, apoyado en la borda del barco, rogando a Dios por el alma de Dama Marie, su mujer y pidiéndole que tuviera a bien perdonarle sus pecados. Y se decía a sí mismo que si ella no hubiera muerto, le hubiera gustado regresar a su país. Pensó también que si alguna vez regresaba se iría a vivir a la Abadía de Cambron, que había sido fundada por sus antepasados. Después dijo: "Mi Dios verdadero, veo claramente que nunca jamás podré atravesar el mar para llegar hasta mi país. Pero ya que esto tiene que ser así y que debo permanecer en Babilonia, si la bella Graciana lo quiere la tomaré como mujer según la ley de Jesucristo, siempre que por el Sultán me sea otorgada". Así se hablaba a sí mismo Gillion, quien había perdido toda esperanza de regresar a su país y no pensaba ver a sus dos hermosos hijos, aunque a menudo extrañaba su tierra. Pero Hertán lo reconfortaba, mientras navegaban por esas aguas lejanas.

Hertán le preguntó al patrón si tenía intención de llegar a Alejandría o a Damietta. El patrón le contestó que le gustaría ir hasta el Cairo en Babilonia y que después regresaría a Alejandría. "Sire", le dijo Hertán, "si es eso lo que queréis hacer, a nosotros nos convendría; porque es en el Cairo donde tenemos nuestra mercadería y nuestros dependientes que nos la administran. Si ahí tenéis necesidad de algo que esté dentro de nuestro alcance, con gusto os lo proporcionaremos". "Señores", les dijo el patrón, "bien se ve que ustedes son hombres de negocios honestos. En consideración a ustedes, pasaremos Alejandría de largo y entraremos en ese noble río del Nilo que viene desde el paraíso terrestre". Gillion y Hertán le agradecieron mucho.

Con la ayuda de un buen viento y manejando bien la vela, pronto entraron en el río del Nilo sin tomar puerto en Damietta ni en Alejandría. Poco tiempo después divisaban las torres y los palacios de Babilonia y de la ciudad. Cuando Gillion y Hertán los vieron, agradecieron a Nuestro Señor. "Verdadero Dios", dijo Gillion a Hertán, "bien debemos alabar y agradecer a Dios cuando hemos llegado hasta aquí sanos y salvos. Estoy seguro de que si Graciana supiera de nuestra llegada, inmediatamente vendría a recibirnos al puerto sobre la playa". Hertán le respondió que tenía razón y que no se preocupara porque quizá Graciana estaría en el puerto. Efectivamente, desde el día y la hora en que Hertán partió, no había pasado día sin que ella viniera al puerto a ver las embarcaciones que llegaban. Mientras ellos dos conversaban de esta manera, la bella Graciana estaba trepada sobre una de las torres del palacio para ver lo más lejano posible del río. Así vio que se acercaba al puerto un barco con las velas extendidas. Entonces, dijo: "¡Oh, mi verdadero Dios, que aceptaste sufrir la muerte en la Cruz por nuestra redención!. Te ruego ayudarme y reconfortarme con noticias que me alegren el corazón. Aquí delante mío veo venir una nave en la cual hay varios mercaderes extranjeros y desearía que plazca a Nuestro Señor que se trate del barco que esperamos".

A menudo extrañaba a Gillion y también a Hertán quien, por el cariño que les tenía, se había ido a la aventura en busca de noticias. Viendo la bella Graciana que el barco se acercaba directamente al puerto, descendió de la torre lo más rápido que pudo y, acompañada de sus doncellas, bajaron al puerto. Gillion la divisó y reconoció inmediatamente. Agitó los brazos para ser visto, mientras que Hertán se empinaba todo lo que podía. Después saltaron juntos de la nave. Gillion se acercó a Graciana y la saludó muy cortésmente. La doncella lo tomó de la mano y después lo abrazó y lo besó más de veinte veces antes de soltarlo y le dijo: "¡Oh, mis muy deseados amores!. He sufrido mucho por vosotros. Verdaderamente debemos agradecer a Dios y amar de todo corazón a aquel que por el cariño que os tiene a vos y a mí se fue a buscaros, con riesgo de perder su vida". Entonces ella, llorando de la gran alegría que tenía, se acercó a Hertán y le dijo que apreciaba mucho lo que por amor de ella había hecho y le agradecía que le hubiese traído sano y salvo a su amigo a quien jamás hubiera visto de nuevo si no fuera por él. "Dama", le dijo Hertán, "todos debemos alabar a Dios y agradecerle, porque sin su ayuda me hubiera sido imposible realizar esta empresa".

Entonces, Gillion pagó al patrón del barco y le dijo que si no tenía nada que hacer que viniera a verlo. El patrón le agradeció, muy entretenido por la aventura. Gillion y Graciana, tenidos de la mano bajaron el puerto y entraron al palacio. Tan pronto le contaron la noticia al Sultán se puso muy contento y, sin esperar que Gillion viniera a verlo, se levantó de su trono y fue a recibirlo en la puerta de la sala de su palacio, donde lo encontró de la mano de su hija. Se acercó a Gillion y lo abrazó, diciéndole que estaba muy contento con su regreso. Después tomó a Hertán de la mano y le dijo que se había portado muy bien, preguntándole la forma como había logrado liberar a Gillion. Entonces Hertán contó al Sultán, delante de todos sus barones, reyes y emires, cómo había ido hasta la Corte del Rey Fabur, cómo se había agenciado para convertirse en el guardián de las prisiones y cómo hizo salir a Gillion. El Sultán y todos los asistentes se echaron a reír, diciéndose uno a otro que había sido una empresa audazmente concebida y mejor ejecutada, por lo que en el futuro Hertán debían ser alabado y apreciado. Luego comenzó una fiesta muy grande en honor del regreso de Gillion. La fiesta se extendió incluso a las calles de la ciudad, donde los sarracenos manifestaban su alegría y comentaban que Mahoma debía ser alabado porque había permitido que Gillion y Hertán regresaran. El Sultán, que apreciaba mucho a Gillion, para complacerlo le regaló un muy bello castillo situado cerca de la ciudad, para que pudieran habitarlo él y Hertán a su gusto ya que tenía mucho espacio. El castillo estaba situado a no más de un arpento de la ciudad. Todos los días venían ellos a entretenerse al palacio y a visitar a la bella Graciana en sus habitaciones, donde se encontraba habitualmente con sus doncellas. Ella estaba muy contenta con estas visitas y muy a menudo hablaban de sus amores. Pero cuando Gillion recordaba su país y su muy querida mujer a quien había dejado encinta, sus amores se convertían en tristezas y quedaba todo pensativo, extrañando en el fondo de su corazón a su mujer y al país de Hainaut donde creía que no regresaría jamás.

Dejaremos por ahora de hablar de Gillion y hablaremos de sus dos hijos que andaban buscándolo por el mundo.