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En Chipre
Capítulo 39

De cómo el Gran Maestre de Rodas y el Condestable vinieron juntos a Nicosia en Chipre y de la gran batalla que ahí tuvo lugar, donde todos los sarracenos quedaron muertos.

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Cuando el Condestable vio que habían logrado evadirse de la hueste, se esforzó tanto que a la hora de prima él y su compañía llegaron a la ciudad de Famagusta. Apenas llegado, hizo alistar rápidamente un bergantín sin pérdida de tiempo y se embarcó. El viento fue bueno y fresco, al punto que en un día y medio llegaron al Puerto de Rodas, donde encontraron al Gran Maestre conversando con sus hermanos en el Castillo.


El Condestable entró y muy respetuosamente saludó al Gran Maestre, quien lo conocía bien. Este le hizo honor y reverencia y le preguntó qué aventura lo llevaba ahí y por qué había venido con tan pequeña compañía. Entonces el Condestable lo saludó en el nombre del Rey de Chipre y le entregó las cartas. Después le contó con todo detalle la razón por la que había venido. El Gran Maestre tomó con todo detalle la razón por la que había venido. El Gran Maestre tomó la carta y la entregó a uno de sus secretarios, quien la leyó delante de todos. Cuando el Gran Maestre hubo escuchado el contenido de la carta y la relación del Condestable, dijo en alta voz y claramente delante de todos que en la necesidad es que se reconoce al amigo y que cuando un amigo se encuentra en apuros nada debe impedir que acudamos a socorrerlo

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y le dijo al Condestable que dentro de pocos días su primo, el Rey de Chipre, sería socorrido con tropas y con víveres. Le preguntó al Condestable desde cuándo había sido establecido el sitio de la ciudad de Nicosia. El Condestable se lo dijo y le contó las carreras y salidas que habían hecho contra sus enemigos y cómo había sido capturado y rescatado gracias a dos valientes jóvenes que eran hermanos, nacidos en el país de Hainaut; lo cual el Gran Maestre escuchó con mucha satisfacción. Se pusieron las mesas y cenaron. Después, una vez que habían comido a su gusto, el Gran Maestre llamó al Condestable y le dijo que lo más rápidamente posible iría a socorrer a su primo, el Rey de Chipre; y que le asegurara que llevaría víveres y socorro. "Sire", le dijo el Condestable, "en nombre del Rey os agradezco. Pero he prometido a Dios que no regresaría hasta que pudiera llevaros conmigo". El Gran Maestre le respondió que con todo gusto lo acompañaría. Hizo escribir muy rápidamente mensajes y cartas que envió a Candia a los señores de Sieu y de Estalamina, a Lango y a todas las islas del Pelago y a todo Rodas, solicitando que viniesen a servirlo; lo que todos hicieron con gusto. Todos se embarcaron y llegaron a Rodas donde el Gran Maestre los recibió muy honorablemente. Viendo el Condestable que había llegado el socorro, tuvo gran alegría en su corazón y no sin causa porque eran veinte mil hombres valientes y hábiles con las armas; y toda gente de élite.


El Gran Maestre hizo preparar sus navíos y ordenó que fuera provisto de todo lo que era necesario; con lo que se hicieron a la mar. El viento fue bueno, al punto que esa noche los llevó hasta el Castillo Rojo. El día siguiente partieron al alba y sin ningún contratiempo llegaron al puerto de Sermes en Chipre. Una vez llegados ahí y habiendo atracado en el puerto, descendieron de sus navíos. Después cargaron el vino y los víveres sobre los carros y las carretas, sobre camellos y dromedarios, sobre mulas y asnos. Luego cargaron las tiendas de campaña a los pabellones y tomaron el camino de Nicosia. Tanto esfuerzo y diligencia pusieron que un lunes en la tarde llegaron a tres leguas de Nicosia. Cuando el buen Condestable vio que la hueste del Gran Maestre estaba ya instalado, se acercó a él y le dijo: "Sire, iré donde el Rey de Chipre para anunciarle vuestra venida. Os ruego que estéis en la mañana armados y montados sobre vuestros destreros a fin de que cuando veáis una gran linterna arder sobre una de las torres de la ciudad, partáis rápidamente de aquí y vengáis a cargar sobre el ejército de los esclavonios. Ahí nos encontraréis a nosotros también. Si logramos hacer lo que os digo, no tengo duda alguna de que los haremos huir en desbandada". "Amigo", le dijo el Gran Maestre, "saluda a mi primo, el Rey de Chipre. Todo será realizado con la mayor diligencia en la forma como lo habéis propuesto". Entonces el Condestable y su gente partieron con tanta diligencia que exactamente a la media noche llegaron a la puerta de Nicosia. Tan pronto lo reconocieron, la puerta fue abierta. Apenas entren la ciudad, se dirigió al palacio del Rey quien había sido advertido de su llegada y había hecho llamar también a Jean y a Gérard de Trazegnies, los que estaban muy deseosos de ver al Condestable y de saber las noticias que traía. El Condestable saludó muy respetuosamente al Rey y le contó la forma como había cumplido con su misión y el plan que había organizado con la señal de la linterna. Si el Rey y sus barones estaban contentos, es algo que si se pregunta. El Condestable les contó también las personas y el poder que el Gran Maestre había traído con él. Después de haberlo oído, el Rey y los barones se fueron a preparar sus armas a fin de estar listos a la hora que había sido convenida. El Condestable, Jean y Gérard de Trazegnies fueron por la ciudad ordenando a todos que se prepararan en el mayor secreto posible, debiendo estar armados y montados a la hora que les había sido dicha.

Cuando llegó el momento, el Rey hizo encender la linterna a fin de que el Gran Maestre y toda su hueste la pudieran ver, lo que fue hecho inmediatamente. Entonces, el Rey de Chipre, Jean y Gérard de Trazegnies y a su lado el buen Condestable salieron con los chipriotas fuera de la ciudad. Cuando se encontraron en los campos y una vez que el Rey había ordenado los batallones, todos hicieron la señal de la cruz. Después a gran galope penetraron en las tiendas de campaña, dando grandes gritos para atemorizar a los esclavonios quienes ante la sorpresa no lograron defenderse y sufrieron una gran pérdida en este primer ataque.


El Rey Bruyant y sus esclavonios se colocaron sus armaduras; pero antes de que tuvieran tiempo de llegar, ya habían

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los chipriotas matado y tasajeado a tanta de su gente que los campos estaban llenos de ella.

El Rey Bruyant, viendo esta pérdida y daño, estaba muy dolido y triste. Se lanzó contra los chipriotas y la batalla hubiera terminado mal para éstos si inmediatamente el Gran Maestre de Rodas no los hubiera socorrido. El Gran Maestre se colocó con su ejército entre el campamento y los esclavonios; así los atacó por detrás, dando un grito tan grande que los paganos y esclavonios se atemorizaron mucho: oían de una parte gritar "¡Rodas!" y de otra parte "¡Chipre!". Jean de Trazegnies dio a un esclavonio un golpe tan grande encima del yelmo que ni el morrión ni los círculos pudieron protegerlo y cayó muerto por tierra. De otro lado llegó Gérard, quien divisó ante él a un Rey pagano muy ricamente vestido, sobrino del Rey Bruyant de Esclavonia. Se acercó a él, levantó su espada con las dos manos y, empleando toda su fuerza, le dio entre el cuello y el escudo un golpe tan desmesurado que tanto el escudo como el brazo cayeron por tierra; y debido al gran dolor que tuvo, el Rey pagano cayó de su destrero en medio del campo donde murió miserablemente entre las patas de los caballos. Cuando el Rey Bruyant vio a su sobrino muerto, juró por Mahoma y todos sus dioses que la muerte de su sobrino le sería vendida cara a Gérard. Bajo la lanza y embistió contra Gérard; pero falló el golpe, porque Gérard se hizo un poco atrás y lo dejó pasar. Esto obligó al Rey Bruyant a volver a pasar delante de él para darle su castigo. Esto fue aprovechado por Gérard para darle un mandoble tan grande sobre el yelmo que lo abrió hasta los sesos, cayendo muerto por tierra. Cuando los esclavonios vieron a su Señor muerto, se desalentaron mucho. Por otra parte, vieron que Jean de Trazegnies había echado a tierra el estandarte que indicaba el punto donde todos se debían reunir; y que muchos de sus reyes y emires estaban muertos. En vista de ello, comenzaron a huir, unos de un lado, otros de otro, para tratar de salvarse. Pero cuando intentaron retornar a su campamento por la idea de estar ahí a salvo, se encontraron con los rodianos que los herían y los mataban. Y al frente se encontraban con los chipriotas, donde estaban Jean y Gérard de Trazegnies, que los mataban por filas y montones. La mayor parte de los sarracenos, viendo que no podían resistir ni defenderse, se volvían hacia el mar para tratar de salvarse sobre algunos de los barcos que recientemente habían llegado. Por esto tampoco les era posible, ya que delante de ellos encontraban a los dos hermanos que les cortaban el paso, con las espadas al puño todas ensangrentadas de la sangre de los sarracenos que habían matado. Estaban muy sorprendidos los sarracenos porque en ninguna parte podían encontrar salvación. Por el contrario, se veían rodeados por todos lados y eran muertos sin que ellos tuvieran ya ni la fuerza ni el coraje para siquiera defenderse. Finalmente, ni uno solo escapó con vida, lo que jamás se había visto; nunca antes se había visto una derrota así. Nadie escapó con vida ni fue aceptado rescate por ninguno. Después de la matanza, el Rey de Chipre, junto con el Gran Maestre de Rodas, con el Condestable y los Barones, agradecieron a Nuestro Señor por la victoria que les había enviado y después se abrazaron unos a otros. El Rey de Chipre agradeció a su primo, el Gran Maestre de Rodas, y a todos los caballeros que lo acompañaban. Entonces el Gran Maestre preguntó al Rey quiénes eran esos dos jóvenes vasallos a quienes había visto en la batalla hacer tan grandes proezas y matar tantos enemigos. "Querido primo", le dijo el Rey "no sé quienes son sino únicamente que la suerte ha querido que me vinieran a ayudar a socorrer cuando más lo necesitaba, lo que han hecho en forma ejemplar. Están a la búsqueda de su padre, aunque no lo han visto nunca en su vida. Dios quiera hacerles saber buenas noticias. Me siento muy obligado a ellos y quiera Dios que acepten permanecer en Chipre a fin de que les pueda remunerar el servicio que me han hecho".

Así como oís, conversaban los príncipes, entre ellos. La ganancia y el botín fue repartido entre los que lo merecían. Se encontraron tantas riquezas y bienes en el campamento que la mayor parte de los que habían participado en la batalla se hicieron ricos para siempre. A los jóvenes de Trazegnies les ofrecieron gran cantidad de oro y de joyas; pero no quisieron aceptar estos presentes y manifestaron que les bastaba únicamente el dinero necesario para seguir buscando a su padre. Después de que el botín había sido repartido, el Rey y los príncipes retornaron a la ciudad donde fueron recibidos por el Clero que acudió en pleno, con los hábitos de gran ceremonia, protando la Cruz y cantando Te Deum Laudamus y dando gracias a Nuestro Señor por la gran victoria. Cuando estuvieron dentro de la ciudad, fueron a la Iglesia principal para dar gracias a Nuestro Señor. Después se separaron y cada uno fue a su alojamiento para quitarse las armaduras y ponerse cómodos. El Rey y los Príncipes fueron al palacio donde se desarmaron. Hubo una gran fiesta que duró cuatro días en toda la ciudad de Nicosia. Cuando llegó el quinto día, el Gran Maestre de Rodas se despidió del Rey de Chipre diciéndole que si alguna otra cosa sucedía se lo hiciera saber y que él vendría inmediatamente a socorrer Chipre, lo cual le agradeció mucho el Rey. El Gran Maestre partió de Nicosia y llegó al puerto de Baffe donde encontró su flota preparada para zarpar. El y su gente se embarcaron y zarparon hacia Rodas. Dejaremos de hablar de ellos y hablaremos ahora de Jean y Gérard de Trazegnies.

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