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Capítulo 22
La reivindicación de Gillion

Cómo varios Reyes sarracenos vinieron a sitiar Babilonia y de la gran batalla que ocurrió

Acompañamiento musical

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Gillion se dirigió a los príncipes y Emires que lo rodeaban y les dijo: "Señores, veremos cómo ayudaréis a defender vuestros cuerpos, vuestras tierras, vuestras mujeres e hijos frente a quienes quieren arrebatarles todos estos bienes". Cuando el Sultán oyó a Gillion de Trazegnies que así arengaba a sus hombres tuvo gran contento y dijo a sus barones que indudablemente debía ser una persona de alta extracción. Esto lo oyó Hertán que por ahí se encontraba, quien tuvo gran gusto de ello pues apreciaba a Gillion con todo su corazón.

Gillion y Hertán dejaron al Sultán y fueron a armarse en la habitación de la bella Graciana, quien les demostró una gran alegría y júbilo por la venida. La doncella los ayudó a armarse y, cuando estuvieron listos, Gillion dijo a Graciana: "Bella, sabed en verdad que si sois firmemente creyente en Jesucristo y si queréis rezarle a Dios para que nos ayude, vuestras plegarias serán escuchadas y serán ellas las que ganarán la batalla contra nuestros enemigos". "Amigos", les dijo Graciana, "creed ciertamente que soy creyente en Dios y en la Virgen María, su madre; y que nunca quisiera ser apartada de su amor y su servicio". "Bella", le dijo Gillion, "en tal fe y creencia quiera manteneros Aquél que por nosotros recibió muerte en Cruz y a quien encomendamos nuestros cuerpos y vidas". Entonces besó a la doncella y la encomendó a Dios. Ella no pudo responderle ni una sola palabra, porque tenía el corazón apretado y sus ojos llenos de lágrimas. Apresuradamente salieron Gillion de Trazegnies y Hertán de la habitación de la doncella, totalmente armados y entraron al palacio donde los recibió el Sultán con gran júbilo. Los caballos estaban esperando al pie de las gradas del palacio. Gillion se despidió del Sultán, descendió las gradas y montó sobre su destrero.

Cuando los sarracenos lo vieron armado y montado con las armas del Sultán como lo había estado la vez que los había salvado, dieron grandes gritos de contento e hicieron sonar sus cornos y tambores. Entonces Gillion llamó a Hertán y le dijo: "Amigo, por el hecho de que tenéis fe en Jesucristo y que queréis convertiros en cristiano, os nombro portaestandarte como muestra de la gran confianza que tengo en vos". "Sire, ya que queréis hacerme este honor, si me lo permite Nuestro Señor llevaré este estandarte tan lejos que se hablará de ello aún cien años después de mi muerte". Gillion reunió su gente y ordenó los batallones que sumaban cuarenta mil hombres; y otro tanto retuvo el Sultán para ir a combatir al Rey de Chipre.

Dejaré por ahora de hablar de ellos para contarles cómo el Emir de Orbrye venía destruyendo por hierro y fuego las tierras del Sultán y ya se le podía ver desde Babilonía. Del otro lado, por el país de Egipto, costeando la ribera del río, venía el Rey de Chipre destruyendo todo; lo que tenía al Sultán con el corazón afligido e irritado fuera de toda medida. Así el Sultán partió en una dirección y Gillion en la otra para ir al encuentro del Emir de Orbrye. La bella Graciana, al ver que los dos ejércitos partían, subió a lo alto de una torre para continuar viendo a Gillion, su amigo, que cabalgaba hacia el Emir de Orbrye. Rezó muy devotamente a Nuestro Señor que le permitiera retornar sano, salvo y con honor. Levantó la mano para despedirlo y lo bendijo, diciendo: "Anda, caballero franco, el Dios en el que ahora creo te quiera conducir".

Cuando apenas se había alejado una media legua de la ciudad, Gillion divisó al Emir de Orbrye en un valle, donde ordenaba sus batallones. Gillion se detuvo porque ellos también habían sido vistos por sus enemigos. El Emir de Orbrye arengaba a su gente para que peleara con ardor, recordándoles que tenían que vengar la muerte de su tío el Rey Isor y de sus parientes y amigos que habían sido asesinados por los babilonios en la ocasión anterior. Los dos ejércitos comenzaron a aproximarse. Cuando estuvieron cerca, comenzaron de ambos lados a arrojarse flechas, y éstas formaban una masa tan espesa que más parecía una nube que hubiera descendido del cielo. Luego tocó el turno a las lanzas y a los dardos, con los que se mataban mutuamente. El ruido y la algarada producida por los cornos y trompetas era muy grande.

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Gillion de Trazegnies arengó a sus babilonios urgiéndoles a destruir a sus enemigos para que el Sultán pudiera ser loado. Luego, Gillion bajó la lanza y se arrojó entre sus enemigos. El Emir de Orbrye lo vió y vino enseguida hacia él con la lanza baja, gritándole: "Sultán de Babilonia, hoy vengaré sobre tí la muerte de mi tío el Rey Isor". Se golpearon mutuamente en forma tan maravillosa que ambos rompieron sus lanzas. Echaron mano a sus espadas y se dieron ambos terribles mandobles. El Emir, creyendo que Gillion era el Sultán, le dijo que le quitaría la vida al caer el sol. Gillion, quien no tenía en cuenta tanta habladuría, le dió al Emir de Orbrye un tal golpe sobre el yelmo que lo hizo inclinarse hacia un lado. Entonces el Emir gritó "¡Orbrye!" y dijo a su gente que cuidaran bien de que el Sultán no escapara. Gillion, que ya entendía bien el idioma, le dijo en voz alta: "Emir de Orbrye, sabed en verdad que soy yo el que mató a tu tío Isor y que a tí que eres su sobrino, te mataré antes de que de aquí me aleje". Cuando el Emir oyó a Gillion decir que era él quien había matado a su tío, comenzó a transpirar de ira y deseó con todo su corazón tomar venganza sobre Gillion. Entonces combatieron de tal manera que parecía verse al león y al tigre, cada uno deseando destruir a su contrario. Mal la hubiera pasado el Emir de Orbrye si no hubiera sido por el Rey Hector de Salermo quien entró con gran potencia dentro del campo de los babilonios. Y puso tal empeño que su ingreso hizo retroceder a los babilonios más de un arpento, lo que produjo gran ira en el corazón de Gillion. Se volvió hacia ellos y les dijo con voz fuerte: "¿Cómo, babilonios? ¿Dónde están las grandes fuerzas de vuestros predecesores que hoy vais a desmentir, precisamente cuando vuestros enemigos pretenden arrojarles de vuestras heredades?". Entonces los babilonios, oída la amonestación de Gillion, comenzaron a esforzarse e hicieron tanto que en poco tiempo recuperaron el terreno perdido.

Quien hubiera visto a Hertán y las maravillas que hacía con el estandarte para recobrar y ganar terreno sobre sus emigos, hubiera tenido un gran placer. A menudo gritaba: "¡Adelante, babilonios! Mostrad vuestras fuerzas y virtudes a fin de que seáis recompensados por el Sultán". La batalla se hizo muy dura de ambos bandos. Gillion de Trazegnies, con la espada en la mano toda ensangrentada de tanto matar sarracenos, miró al Rey Héctor de Salerno que estaba haciendo una gran destrucción en el campo de los babilonios. Arrancó una lanza de manos de uno de sus enemigos y le dió un golpe tan grande al Rey Héctor que ni el escudo ni la armadura pudieron evitar que la punta de fierro e incluso el asta de madera atravesaran el cuerpo de un lado a otro. Al retirar Gillion la lanza, el Rey cayó muerto entre los pies de los caballos. El Emir, que estaba bastante cerca, quedó muy apenado y se dijo que poco deberían apreciarlo si no tomaba venganza de la muerte del Rey Héctor. Y como vió delante de él a quien le había inferido tal daño, increpó a su gente diciéndoles en alta voz: "Señores, poco debéis ser apreciados si se os escapa aquél por el cual habéis recibido tan grave daño". Viendo Gillion de Trazegnies que el Emir y su gente reforzaban su posición grito a Hertán: "Amigo, os ruego entrar de lleno en la batalla, portar la enseña y conduciros como corresponde. Estad seguro de que me tendréis siempre a vuestro lado. Tenemos que hostigarlos hasta hacerles sentir el peso de nuestra victoria". Hertán le respondió: "Sire, si así lo quiere Nuestro Señor, me conduciré de tal manera que seréis honrado y nuestros enemigos sufrirán gran vergüenza". Entonces Hertán penetró en lo más profundo de la batalla y Gillion iba delante de él abriéndole camino entre la multitud. Ninguno de sus enemigos era suficientemente osado para enfrentarlos, sino que les huían como rayos. Gillion les daba de tajos y los hendía con su espada que era una maravilla verlo, al punto de que los babilonios estaban fuertemente admirados de cómo una sola persona podía hacer todo ello.

El Emir de Orbrye estaba muy apenado al ver las maravillosas proezas que hacía Gillion con sus armas sobre su gente y pensó para sí que si Gillion no era rápidamente detenido, les causaría una derrota total. Por eso salió adelante y le dijo a Gillion: "Tú, sarraceno, que tantos problemas y tanto daño me has hecho al haber matado a mi tío el Rey Isor y al Rey Héctor, mi primo, te desafío a combatir cuerpo a cuerpo. Si eres suficientemente valiente para aceptar, yo haré retirar mi gente y tú retirarás a los tuyos". Gillion le respondió: "Emir de Orbrye, por el Dios que murió en la cruz, nunca tendré más alegría que cuando te haya matado. Y estoy de acuerdo para combatir como tú lo propones; pero no haré cesar la batalla. Porque, en mi opinión, ya que has traído tantos sarracenos, es mejor cortar y matar el mayor número posible. Pero una cosa te quiero decir. Si así lo quieres, tú y yo nos alejaremos hasta la distancia de un tiro de arco detrás de la batalla; y combatiremos los dos juntos hasta que uno u otro sea destruído". El Emir estuvo de acuerdo.

Entonces Gillion llamó a Hertán y le contó el trato que había hecho, rogándole que se ocupara de mantener vivos los ánimos en la batalla, en honor de Dios y de la Virgen María, su Madre, en quienes debían poner toda su confianza. "Sire", le dijo Hertan, "id con tranquilidad y terminad lo que tenéis que hacer. Tengo tal confianza en Dios que, si nos ayuda, antes de que el sol se oculte veré a nuestros enemigos totalmente derrotados".