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Después de haberse dicho esas palabras, Gillion de Trazegnies y el Emir se alejaron de la batalla a una distancia de más de un tiro de arco. Gillion y el Emir pusieron tierra entre ellos y luego se embistieron el uno al otro con las lanzas bajas, espoleando a los destreros de tal manera que parecía que se viera venir a dos rayos. Chocaron con tal fuerza que las lanzas se rompieron hasta el punto que volaban astillas por todas partes. Después sacaron sus espadas y comenzaron a darse tan grandes y horribles golpes mutuamente que era imposible predecir a quién correspondería la victoria. Gillion, viendo que el sarraceno era tan fuerte y tan valiente, lamentaba mucho que no fuera cristiano. Por otra parte, sentía gran vergüenza de que un no creyente en el Dios verdadero pudiera mantenerse tanto tiempo vivo frente a él. Si quisiéramos dar cuenta de todos y cada uno de los golpes que se dieron uno al otro, mucho tiempo requeriríamos para contar la historia. Pero Gillion, que era tenido por muy fuerte y muy hábil con las armas, levantó la espada y le asestó un tajo con tal fuerza que, a pesar del yelmo, le cortó la cabeza al sarraceno a la altura de los hombros. Después bajo del caballo, tomó la cabeza y la ató a su montura para presentarla al Sultán. |
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Luego regresó a la batalla que era muy fuerte y horrible de ver. Inmediatamente fue reconocido por la fiereza con que manejaba su espada. Hertán que pronto notó su regreso, estaba muy contento de su vuelta. Entonces Gillion se puso a gritar: "Ahora, babilonios, vuestros enemigos están ya derrotados. Atada a mi montura podéis ver la cabeza del Emir de Orbrye". Los babilonios, oyendo a Gillion en quien tenían la más absoluta confianza, comenzaron a esforzarse tanto que con la ayuda de Gillion trajeron por tierra al portaestandarte del Emir de Orbrye. En efecto, los sarracenos estaban muy abatidos. Y viendo muertos al Emir y al Rey Héctor de Salerno, se dieron a la fuga con la mayor prisa posible, de lo que se alegraron mucho los babilonios. Estos corrieron detrás de los que huían y mataron a tantos que toda la tierra hasta el río Nilo estaba cubierta de muertos; afortunados fueron quienes pudieron salvarse dentro de los barcos. Luego de concluída la batalla con esta victoria debida a la proeza de Gillion de Trazegnies, repartieron en forma equitatitva las ganancias, el botín y las grandes riquezas que se encontraban dentro de las tiendas de campaña y pabellones, entre aquellos que lo habían merecido. Después Gillion y los babilonios regresaron a la ciudad, donde la bella Graciana los recibió con alegría. Gillion llegó hasta ella y le dijo: "Bella, no tengáis jamás temor ni recelo de que el Emir de Orbrye venga alguna vez a hacer la guerra al Sultán, vuestro padre, ya que aquí podéis ver su cabeza que os la ofrezco como un presente". La doncella le agradeció mucho, lo hizo entrar en sus habitaciones y quitarse la armadura. Ella, sus damas y sus doncellas festejaron mucho a Gillion y a Hertán. Sin embargo, a ellos los dejaremos estar por el momento y hablaremos del Sultán que había ido a combatir al Rey de Chipre. Cuando se aproximaron los dos ejércitos, se produjo una gran algarada. El Sultán, que era muy buen caballero, divisó al Rey de Chipre que acababa de matarle nuevamente a uno de sus emires. Bajó la lanza y lo atacó de tal manera que lo tumbó por tierra; pero inmediatamente los chipriotas lo volvieron a colocar sobre su destrero. |
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La batalla fue muy dura. Todos arengaban a sus gentes. Pero se dice comúnmente que el número gana siempre y que la fuerza domina el prado, como se pudo ver ese día. Porque el Sultán tenía mucha gente con él y a cada momento le llegaban refuerzos. Por ello, el Rey de Chipre y sus gentes se vieron obligados a abandonar el lugar y darle la victoria al Sultán, regresando rápidamente a sus barcos que se encontraban en el río del Nilo. En realidad, tuvieron pocos daños, salvo el hecho de que perdieron sus tiendas y pabellones que quedaron en el campo. Así como lo oís, el Rey de Chipre, triste y adolorido, regresó a su reino y llegó a Nicosia donde presentó sus quejas a los barones. Estos lo reconfortaron diciéndole que son usos de la guerra perder unas veces y ganar otras. El Rey, que era muy noble y valiente, comenzó a quejarse a Dios diciendo: "¡Oh, mi verdadero Dios! No logro comprender por qué habéis querido vuestra Ley sea fementida de esta manera. Pero yo os prometo como leal cristiano que me esforzaré tanto en pedir la ayuda de mis amigos y aliados, tanto en Francia como en Borgoña, que antes de que pase un año y medio reuniré tan gran poder que los campos, montañas y valles que existen alrededor de Babilonia estarán cubiertos de cristianos". Por el momento, dejaré de hablarles del Rey de Chipre y les contaré la alegría que tuvo el Sultán por la victoria que había obtenido. Deseoso de saber cómo le había ido a Gillion y a los babilonios frente al Emir de Orbrye, dejó el campo y tomó el camino de Babilonia, donde entró y fue recibido con gran alegría. Llegó a su palacio donde su hija estaba muy contenta. Entonces Gillion vino hacia él, le hizo una reverencia y le contó la manera como la batalla había sido ganada. Le enseñó también la cabeza del Emir de Orbrye. Ponerse a contar en detalle todos los grandes honores que le hicieron ese día al Señor de Trazegnies en el palacio de Babilonia, exigiría hablar demasiado. Porque el Sultán no sabía que más hacer para agradarlo, tanta era la estima y el aprecio que le tenía. El Sultán agradeció muy vivamente a Mahoma por las dos victorias que le habían sido concedidas. Agradeció también mucho a Gillion por los grandes servicios que le había prestado. Llamó a su hija, la bella Graciana y le dijo: "Mi muy querida hija, os confío a este cristiano. Haced que lo sirvan y que todo lo que él ordene sea cumplido. Porque me ha prometido por su fe que sin mi permiso y licencia jamás partirá de aquí. Veo que es una persona noble y digna de ser creída. Por ello deposito en él mi más plena confianza". Llamó a Gillion y le dijo: "Amigo, por vuestra bondad y lealtad os he confiado a mi hija. A ella le he dicho que todo lo que sepa que vos podéis desear os sea concedido, ya sea oro, plata, caballos, vestidos, joyas y todas las cosas que os sean necesarias". "Sire," le dijo Gillion, "os agradezco por las grandes cortesías y bondades de que me hacéis objeto. Yo os serviré tan lealmente que ni de mí ni de mi servicio tendréis jamás ningún reproche que hacerme". Así como oís, fue Gillion de Trazegnies amado y querido por el Sultán y su hija. Ella lo amaba tan caramente que el día en que no lo veía, no tenía buen aspecto. Durante largo tiempo llevaron esta vida sin que nadie advirtiera sus amores. Y también sus amores fueron justos y leales, sin dar cabida jamás a un mal pensamiento. Porque Gillion no se lo hubiera permitido a sí mismo, aunque ella todavía no había recibido el bautismo; cosa que tanto ella como Hertán, que los servía muy lealmente, deseaban mucho. Pero por el momento dejaré de hablar de ellos dos y regresaré a Marie, la dama de Trazegnies, y a sus dos hijos.
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