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El viaje a Jerusalén
Capítulo 7

Cómo Gillion llegó a Roma y de ahí a Jerusalén, y del sueño que tuvo

Acompañamiento musical

Gillion llevaba consigo a ocho gentilhombres y cuatro sirvientes. Cuando se encontró en el campo, se acercó al Conde con quien tuvo conversaciones que no quiero recitar aquí. El Conde y todos los barones lo escoltaron hasta que estuvo fuera del Condado de Hainaut. Al llegar a este punto, Gillion se despidió del Conde y de los barones, recomendándoles a su mujer, a sus tierras y a sus señoríos. El Conde lo abrazó llorando, sin poder decir una sola palabra. Daba pena ver la escena porque de ambos lados no había persona alguna que no se sintiera tristeza por la partida.

El Conde regresó a Mons, y Gillion y su grupo se esforzaron tanto que atravesando la Champagne, la Borgoña, Savoya y Lombardía, llegaron a Roma . Se confesaron ante el Papa, quien los absolvió y los bendijo. Poco después reemprendieron la marcha y llegaron a Nápoles , donde encontraron un navío en el que varios mercaderes querían ir a Siria. Gillion estaba muy contento de que todo les fuera tan bien. Negoció con el patrón, quien le prometió llevarlo a él y a su escolta hasta Jaffa . Abordaron al navío y se hicieron a la mar. Tuvieron buen viento y pronto se alejaron de tierra.

De la travesía de mar, no quiero hacerles un largo cuento. Todo salió bien y tuvieron tan buen viento en las velas que pasaron el faro de Messina, las islas de Candia y de Rodas, hasta Baffe en Chipre donde se refrescaron. Se hicieron nuevamente a la mar y sin detenerse en puerto alguno, pasaron por el Golfo de Satalya , sin problema alguno. Llegaron a Jaffa donde desembarcaron. En ese lugar encontraron asnos, mulas y gacelas en los que montaron, y tomaron la trocha de Rennes, que les condujo hasta la Ciudad Santa de Jerusalén. Ahí se alojaron en donde los peregrinos acostumbran hacerlo. Esa noche descansaron hasta la mañana siguiente en que se levantaron y fueron a la Iglesia donde hicieron ofrendas y besaron devotamente el Santo Sepulcro.

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Jaffa

Oyeron Misa y recibieron el Sacramento sobre el Monte Calvario; después visitaron todos los Santos Lugares que ahí se encuentran.

Una vez que Gillion de Trazegnies y su gente hubieron realizado sus actos de devoción, regresaron a su posada, donde pasaron todo el día. Al llegar la noche, todos se fueron a dormir y descansar. Cuando ya Gillion estaba acostado y dormido, le sobrevino una visión maravillosa. Sucedió que vio a un grifo grande y horrible que se precipitaba sobre él para arrancarle el hígado y los pulmones y que, quisiera o no Gillion y a pesar de la forma como se defendió, lo llevó a ultramar y lo dejó en su nido. Ahí había un pichón salvaje que, con gran sorpresa para él, le hacía manifestaciones de cariño y muchas fiestas. Pero el extraordinario grifo lo había dejado en un muy profundo foso, cavado en una roca, donde lo tenía totalmente subyugado. Estando encerrado ahí dentro, cada día venía a visitarlo una paloma blanca que le hacía mucho bien. Y después se dio cuenta de que detrás de ella venían dos bellos pájaros adornados con las más hermosas y ricas plumas que jamás se hayan visto; pero estas aves parecía que querían destruirlo. Sin embargo, logró dominarlas y ellas, con el pichón del extraordinario grifo, lo llevaron por encima del mar; luego, desde su vuelo, vieron un castillo donde habitaba un hada, y a Gillion le pareció que ella los festejaba en una forma indecible. Después volaron a una bella montaña donde vivían las aves. Se sentaron dentro del nido que estaba posado sobre la rama de un árbol y ésta comenzó a balancearse de tal manera que amenazaba quebrarse.

Debido al gran susto que tuvo, Gillion dio tales gritos que todos los que estaban durmiendo en su cuarto se despertaron atemorizados. Entonces Gillion, a quien su propio grito había despertado, se puso a clamar a Nuestro Señor con estas palabras: «¡Oh, muy verdadero Creador, que por nosotros quisisteis morir en la Cruz! Yo Os suplico muy humildemente que dignéis guardar mi cuerpo de toda tribulación, así como a mi buena esposa a quien dejé encinta. Y Os pido que me otorguéis la gracia de salvar y proteger al fruto que ella dará a luz, a fin de que alguna vez lo pueda ver antes de mi muerte; y que este vástago Os rinda también servicio, de manera que Os sea agradable».