| Cuando el Señor de Trazegnies oyó de su mujer la causa por la cual sufría, pensó un poco y luego le dijo: «Dama, sabed que, en verdad, aun cuando la mejor simiente que hoy día es posible encontrar fuera sembrada sobre tierra fértil que abunda en el mundo, hay veces en que a duras penas se podría recuperar nueva semilla de tal siembra. Ciertamente no es mi culpa de que no tengamos hijos, sino que es la voluntad de Nuestro Señor que así lo quiere. Porque cuando El lo quiera, los tendremos. Debemos agradecerle y alabarle por todo lo que hemos recibido y desear que Su voluntad se cumpla». Se asomó Gillion a la ventana y, mirando hacia abajo, vio el pez que se alejaba nadando. Dejó la ventana pensativo y entró en su Capilla, donde se colocó delante del Crucifijo. Muy humildemente, con las dos rodillas en tierra, rogó una y otra vez que se le concediera la gracia de tener con su mujer un hijo varón que heredara después de él su tierra y señorío. |
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Prometió a Dios que si esta gracia le fuera otorgada, tan pronto como sucediera atravesaría el mar e iría a visitar y besar el Santo Sepulcro, donde Dios estuvo muerto y vivo. La oración del buen caballero fue atendida con creces, como después podréis escuchar. Porque Dios jamás rechaza la oración devota de quienes le sirven lealmente. Hecha esta promesa a Nuestro Señor, Gillion de Trazegnies dejó la Capilla y retornó a la sala donde encontró a Dama Marie, su compañera. La mesa fue puesta y la comida estuvo lista. Se sentaron y fueron servidos con todo cuanto pudieron desear. Después de comer y luego de un rato de conversación, fueron hechas las camas y preparada la habitación. Fueron a acostarse juntos. Tanto se esforzaron, con la aprobación de Nuestro Señor, que esa misma noche engendraron dos hijos muy hermosos que después fueron dos valientes y audaces caballeros y que mucho sufrieron grandes penas y trabajos antes de que su padre pudiera reunirse con ellos, como lo podréis escuchar más ampliamente después. | |
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