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Los reencuentros
Capítulo 46-B

De cómo el Rey Morgant de Esclavonia vino a sitiar al Rey Fabur de Moriena y de la batalla de los dos hermanos (continuación)

Acompañamiento musical

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Cuando el Rey Fabur escuchó al morieno, le dijo que su consejo era bueno; y fue por todos alabado. Entonces el Rey Fabur ordenó al guarda de la torre que trajera a Jean ante él. El guarda da la torre obedeció inmediatamente la orden y trajo a Jean ante el Rey Fabur. Este, tan pronto como lo vio ante él, le preguntó si sería suficientemente valiente como para combatir en un torneo contra un sarraceno. "Y si, le dijo, con vuestras armas podéis desbaratarlo, sabed que ciertamente seréis apreciado y honrado por mí y os otorgaré tantas riquezas que jamás caeréis en la pobreza". "Sire, le dijo Jean, puesto que se trata de combatir contra un sarraceno, no pido nada mejor, ya que por esto y no por otra cosa he atravesado el mar". "Cristiano, le dijo el Rey, ya que así aceptáis, por siempre seréis amado y caramente apreciado por mí". Entonces le retiraron los hierros a Jean y lo pusieron en libertad, de lo cual estaba muy contento. Después le colocaron vestidos de sarraceno.

Luego el Rey Fabur hizo escribir y sellar unas cartas donde se decía todo lo que tenía intención de hacer y las envió con un mensajero a las tiendas del Rey Morgant, quien las recibió, las leyó y vio por sí mismo su contenido; después las mostró a sus barones quienes las leyeron y vieron con todo detalle. Para contestar a estas cartas, el Rey Morgant envió al Rey Fabur a través de su mensajero una respuesta en el sentido de que, para aceptar la propuesta, quisieran entre los dos pactar una tregua de un mes, tiempo en el cual encontrarían un campeón para defender su derecho frente a aquel que quisiera ser presentado por la otra parte. Entonces el mensajero se despidió del Rey Morgant y partió, entregando su respuesta al Rey Fabur quien estuvo muy contento. La tregua fue aceptada de una lado y de otro, de manera que cada uno podía ir y venir a su gusto dentro y fuera de la ciudad, los unos con los otros.

Un esclavonio se acercó al Rey Morgant y le dijo: "Sire, si queréis aceptar mi consejo, deberíais enviar a que os traigan al cristiano que está en vuestras prisiones, que es valiente y hábil con las armas. Hacedlo armar y colocadlo en el campo frente al campeón del Rey Fabur, ya que en toda Esclavonia no encontraréis ninguna persona que se atreva a combatirlo. Y, por otra parte, si resulta muerto, no tendréis gran pérdida; porque más vale que muera ese cristiano que uno de vuestros esclavonios". El Rey Morgant respondió que su consejo era bueno y que así lo haría. Por ese motivo, hizo armar rápidamente su bergantín sobre el cual colocó alguna de su gente para que fueran a buscar a Gérard. Los que habían sido designados, subieron al bergantín y se hicieron a la mar donde tuvieron buen viento, al punto que en pocos días llegaron al puerto de Ragusa. Cuando estuvieron ahí, fueron a buscar a Nathalie y le dijeron de boca y por escrito que les entregara a Gérard para llevarlo a donde estaba el Rey Morgant, su hermano; cuando Nathalie los escuchó, sintió gran dolor y tristeza en su corazón, pero no se atrevió a mostrarlo en el rostro. Fue a sus habitaciones donde encontró a Gérard a quien le contó lo sucedido y le dijo que su hermano, el Rey Morgant, mandaba por él, informándole la causa de ello. A Gérard no le preocupó mucho, porque ya le molestaba demasiado la permanencia en la prisión, por más bien que fuera tratado ahí. La bella Nathalie besó a Gérard en la boca y lo encomendó a la custodia de Mahoma. Tomándolo de la mano, salieron del palacio y lo entregó a los que habían venido a buscarlo. Gérard se despidió de la doncella, la que ni siquiera pudo decirle una sola palabra de despedida y regresó de inmediato a su habitación donde se deshizo en lamentaciones.

Nathalie hacía bien en llorar porque nunca más lo volvería a ver. Los mensajeros partieron y llevaron con ellos a Gérard. Se hicieron a la mar y navegaron hacia Trípoli, donde llegaron al campamento del Rey Morgant. Cuando ya estaban ahí, condujeron a Gérard ante el Rey, quien estaba en su toldo conversando con los barones. Gérard saludó muy cortésmente al Rey, quien tan pronto como lo vio le preguntó si sería tan valiente como para atreverse a combatir en un torneo contra un sarraceno. "Sí, Sire, le dijo Gérard, no me demoraré mucho en dejarlo muerto".

Cuando el Rey escuchó la gran voluntad de Gérard, sintió mucho aprecio por él y ordenó a los esclavonios que le guardasen toda consideración y le rindieran honor y cortesía; lo que así se hizo. Por su parte, el Rey Fabur de Moriena manifestaba gran aprecio y honor a Jean porque lo veía muy dispuesto a combatir. Llegó el día en que los dos hermanos se encontraron, como podréis oír más adelante.

Delante de la ciudad de Trípoli en Barbaria, de la cual hemos hecho mención, estaba el Rey Morgant quien la sitiaba. Durante la tregua, todos los días la gente de dentro de la ciudad iba al campamento de los sitiadores y los de afuera se paseaban dentro de la ciudad. Durante esta tregua, no se produjo barullo ni querella alguna entre ellos. Cuando llegó el día, cada uno de los ejércitos se retiró a su campo y se puso en guardia. El Rey Fabur envió un mensajero secreto al Rey Morgant, encargándole a éste decir que estaba preparado y listo para presentar a su campeón conforme lo había prometido. "Sire, dijo el mensajero, contaré al Rey Morgant lo que me habéis dicho". Después se despidió y partió hacia el campamento del Rey Morgant a quien encontró conversando con Gérard. Entraron en la tienda y el mensajero lo saludó con estas palabras: "Sire, he sido enviado aquí por el Rey Fabur para haceros saber que está preparado y listo para presentar a su campeón conforme lo había prometido y de acuerdo a lo mutuamente conversado". "Amigo, le dijo Morgant, de mi parte le dirás que antes moriría que incumplir lo que hemos hablado; y le dirás también de mi parte que lo que he dicho, lo tendré por firme y estable". El mensajero, habiendo oído la respuesta del Rey Morgant, partió del campamento y se dirigió donde el Rey Fabur, su señor, a quien contó todo lo que el Rey Morgant le había encargado decir. Entonces el Rey Fabur llamó a Jean y le dijo: "Cristiano, mañana en la mañana será la batalla entre vos y el sarraceno que debe presentar el Rey Morgant". "Sire, le dijo Jean, gran deseo tengo en mi corazón de que llegue ya el día; tengo aún más deseo de ello que de comer". Inmediatamente, sin decir más, fueron a cenar.

Por otra parte, delante de la ciudad estaba el Rey Morgant en su toldo donde le dijo a Gérard que en la mañana siguiente le correspondería combatir contra aquel a quien el Rey Fabur debía presentar. Gérard le contestó que estaba listo a hacerlo, lo cual le dio mucho gusto al Rey Morgant.

Dejemos de contar tantas cosas y vayamos directamente a la mañana en que, por orden de los dos reyes, fueron trazadas las lizas del campo para que combatieran los dos campeones. Llegada la hora, Gérard fue llevado ante el Rey Morgant, tendiéndose una muy bella y rica alfombra sobre la cual Gérard fue armado. Le colocaron la cota de malla y lo calzaron con muy ricos zapatos de acero, hechos de una magnífica malla, todo del más fino acero que se podía encontrar. Después lo vistieron con el sobreveste que estaba hecho de un muy rico tejido de oro. Después le trajeron su destrero sobre el cual montó delante del Rey Morgant sin que se dignase colocar siquiera el pie en el estribo; por lo cual el Rey y los esclavonios lo aclamaron mucho diciendo que era una lástima que no se hubiera convertido a la ley de Mahoma. Después le trajeron el escudo, que cogió y lo colgó en su cuello. Luego le colocaron el yelmo, que era muy rico, encajándolo sobre su cabeza. Cuando Gérard se vio así armado y tan ricamente adornado y cubierto, se dijo a sí mismo: "¡Oh, mi verdadero Dios Jesucristo!. Te ruego que me quieras hacer la gracia de que al sarraceno contra quien voy a combatir lo pueda destrozar y matar". Así se decía Gérard, sin saber que era contra su hermano Jean que debía combatir.

Por su parte, Jean fue equipado y armado con todo lo que le hacía falta a un caballero para defenderse y combatir a su enemigo. Le trajeron su destrero y, en presencia del Rey Fabur, montó en él sin tomar ninguna ventaja. Con el escudo al cuello, el yelmo atado y la lanza al puño, partió de la ciudad y fue hacia el campo donde debía librarse la batalla.

Los dos reyes estaban sobre los estrados y los guardias habían sido colocados de un lado y de otro, a fin de que ninguno pudiera realizar ningún acto de traición contra el otro. Cuando Gérard vio entrar en el campo al campeón contrario, juró a Dios que a ese sarraceno ni siquiera se dignaría dirigirle la palabra. Y lo mismo pensaba Jean, su hermano. Al entrar al campo, los dos se miraron de manera muy feroz. Picaron espuelas a los destreros, bajaron las lanzas y se acometieron con tal fuerza que ninguna de las dos lanzas quedó entera, rompiéndose ambas de tal manera que las astillas volaron por el aire. Después echaron mano a las espadas con las que comenzaron a golpearse muy ferozmente, sin ahorrar fuerzas. El Rey Fabur, viendo la gran proeza de ambos vasallos, rogó a Mahoma que quisiera ayudar a su campeón. Lo mismo hacía el Rey Morgant respecto de su campeón.

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Así como lo oís, se combatían los dos hermanos, cada uno tratando de matar a su compañero a fin de liberarse de su propia prisión; porque a ambos se les había dicho que si vencían, serían liberados de todo temor de muerte o de prisión. Jean levantó la espada en el aire creyendo golpear a Gérard, pero falló conforme Dios lo quiso; la espada giró en su mano y el golpe cayó sobre la cabeza del destrero de Gérard y, como Jean había colocado tanta fuerza, abrió la cabeza del destrero hasta el cerebro y éste cayó muerto todo a lo largo por tierra. Gérard, que rápidamente se había puesto de pie con la espada en la mano, juró a Dios que le vendería cara al sarraceno la muerte de su destrero. Este golpe había dejado muy apenado e irritado al Rey Morgant, mientras que el Rey Fabur estaba muy contento y no sin razón. Gérard levantó la espada y golpeó al caballo de Jean con la intención de matarlo; pero falló en el golpe que solamente cortó la oreja del caballo, rodando por tierra. Pero el destrero tomó tal temor que Jean no lograba acercarlo a Gérard; por lo que Jean tuvo gran dolor en su corazón. Se dio cuenta de que ya no podría combatir desde el destrero y también que sería una vergüenza combatir a caballo contra un sarraceno a pie. Por eso, golpeó al destrero con las espuelas hasta uno de los postes de hierro y saltó a tierra; con la espada en la mano, vino muy vivamente a provocar a su hermano, quien no se quedaba atrás.

Entonces, se batieron entre sí muy ferozmente, de tal manera que por el choque de las espadas saltaban chispas de fuego. "¡Ay, Mahoma!", decía Morgant, "veo que mi campeón está aturdido y en mala situación, por lo que me temo que va a perder la vida". Gérard, muy dolido e irritado, extrañaba a su padre y a su hermano Jean a quienes jamás volvería a ver. Por otra parte, lo mismo hacía Jean, quien ponía todo su empeño en destruir y dar muerte a su hermano. Ninguno de los dos se dignaba decir palabra al otro. Gérard, lleno de ira y de irritación se acercó a su hermano, alzó la espada con las dos manos en el aire y golpeó a Jean, su hermano, sobre el yelmo, con un golpe tan fuerte y duro que tumbó a Jean, su hermano por tierra, totalmente aturdido. Cuando Morgant vio esto, se dijo: "¡Por la ley de Mahoma en la que creo!. Jamás en mi vida he visto un mandoblazo más hermoso. A pesar de que está mareado, se sobrepone porque es valiente y hábil. Es una gran pena que no sea creyente en la ley de Mahoma". Jean, quien de pronto se había encontrado en el suelo, rápidamente se puso de pie dolido e irritado e hizo una oración a Nuestro Señor para que le diera fuerza y poder a fin de vencer al sarraceno contra el que combatía; y se dijo que jamás en su vida había visto ni combatido a hombre más feroz. Por su parte, Gérard hacía también sus oraciones a Dios pidiéndole que le concediera la gracia de poder destrozar y dar muerte a este poderoso sarraceno a fin de liberarse de su prisión y continuar la búsqueda de su padre, Gillion. Después decía: "A mi hermano Jean, te pido Dios que queráis salvarlo y guardarlo. Porque si él supiera las grandes dificultades en las que ahora me encuentro, tendría el corazón triste y dolorido y se lamentaría que no hubiera placido a Dios que fuera él quien se encontrara en este campo ahora". Así Gérard hablaba consigo mismo. Por su parte, Jean pensaba en las mismas cosas. Pero uno y otro batallaban con tal valor que los sarracenos no podían dejar de maravillarse.

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Los dos se atacaban de las más diversas maneras. Gérard dio un golpe a su hermano Jean con tal fuerza que la espada que llevaba en la mano se rompió en dos partes; de lo cual Gérard quedó muy confundido y dolorido en su corazón y no sin causa. Por eso, muy piadosamente, se puso a orar a Nuestro Señor. "¡Ah, Dios!", decía Gérard, "no hay duda de que me va muy mal cuando un sarraceno que no es creyente en la ley de Jesucristo me ha ultrajado y desarmado en combate. ¡Maldita sea la perra que lo llevó en su seno y el malvado mastín que lo engendró a quien habría que colgarlo de una horca!". Muy dolido e irritado estaba Gérard al ver su espada rota sobre el campo. Jean se acercó para pelear a dos brazos y se pusieron a luchar, empleando cada uno el máximo de su fuerza. Se entrelazaron de tal manera que ambos cayeron por tierra. Después se golpearon con los brazos, dándose de golpes en los yelmos y luchando con tal ferocidad que al verlos parecía que iban a devorarse. Cuando uno creía que iba a levantarse, el otro lo volvía a coger y lo echaba nuevamente por tierra; y así lucharon largamente hasta que plugo a Dios que Jean lograra colocar a Gérard bajo él. Entonces Gérard con gran ira en su corazón se puso a gritar: "¡Oh, mi verdadero Dios, que por mí quisiste morir en la Cruz, tened piedad de mí! Porque estoy seguro de que me corresponde perder la vida en manos de este sarraceno. ¡Ah, noble tierra de Trazegnies!, os corresponde quedar sin señor. ¡Ah, Jean hermano mío!, jamás vendrá el día en que me podréis ver de nuevo ni yo a vos, de lo cual tengo una gran tristeza en mi corazón. ¡Noble dama de Trazegnies, jamás me veréis! ¡Oh, dama desconsolada, habréis perdido a vuestros hijos y a vuestro marido!". Entonces Jean que estaba encima de su hermano con la espada en la mano, habiendo oído hablar a Gérard, le reconoció y le dijo: "Gérard, soy vuestro hermano. ¡Tanto nos hemos esforzado y era para luchar el uno contra el otro!. Conviene que veamos ahora la forma de escaparnos de los sarracenos". Entonces ambos se pusieron de pie y Gérard se arrodilló y quitó su yelmo y, delante de los sarracenos que allí estaban, se rindió como prisionero ante Jean, su hermano. Luego Jean lo tomó por la mano y lo llevó dentro de la ciudad; de lo cual el Rey Fabur sintió gran alegría, mientras que el Rey Morgant tenía un gran dolor de haber visto en esta forma a su campeón derrotado y llevado a la ciudad. Entonces el Rey Morgant llamó a sus barones, emires y príncipes y les ordenó que se aprestaran para regresar a Esclavonia, tal como lo había prometido y jurado al Rey Fabur. Después de que el Rey Morgant hubo hablado a su gente, todos se prepararon para la partida. Tiendas y toldos fueron doblados y colocados dentro de las petacas y se hicieron a la mar, encontrando buen viento que rápidamente los alejó de esas tierras. Tanto navegaron que llegaron hasta su país; por su parte, el Rey Fabur estaba muy contento de verse en esta forma liberado del problema.

Cuando el Rey Fabur vio a Jean que traía al otro campeón, le presentó sus honores y le dio grandes demostraciones de aprecio. Entonces Jean le contó como ellos dos eran hermanos y cómo habían sido capturados juntos y separados después uno del otro. Cuando el Rey Fabur hubo oído la aventura de los dos hermanos y los peligros y azares que habían corrido, comenzó a alabar a Mahoma; y les dijo que si querían ayudarlo a él en sus guerras, él les juraba que les recompensaría de tal manera que quedarían muy contentos. Agregó: "Ya que el Rey Morgant se ha ido de esta manera, supongo que no regresará nunca más". Entonces Jean y Gérard le prometieron servirlo y luchar por él en todos los lugares que quisiera ordenar, salvo que se tratara de un combate contra cristianos. "Señores", les dijo el Rey, "no tengo ninguna intención de hacer una guerra; y si la tuviera, estaría muy contento que me acompañarais". El Rey los tomó por las manos y les manifestó nuevamente su aprecio, dando orden a su senescal que se le diera a los dos hermanos todo lo que ellos pidieran, aún cuando fuera la cosa más apreciada.

El Rey Fabur hizo escribir oficios y cartas que envió mediante mensajeros por todo el África y Barbaria a los reyes y emires con quienes se sentía pariente y a otros que eran sus aliados, solicitándoles que vinieran a Trípoli en Barbaria donde encontrarían una flota de navíos lista y equipada de todo lo que hubiere menester. Los mensajeros partieron y fueron a todos los sitios que el Rey Fabur les había ordenado.

Llegó el día en que siete reyes, todos juntos, llegaron a Trípoli en Barbaria. El gran Rey de Fez estaba acompañado por cien mil hombres; el Rey de Túnez, por cincuenta mil hombres; el Rey de Tremesem, por treinta mil hombres; el Rey de Bonne, por veinte mil hombres, el Rey de Granada y el Rey de Belmerin, por cuarenta mil hombres. Cuando llegaron delante de la ciudad de Trípoli, el Rey Fabur salió a recibirlos y les hizo grandes demostraciones de aprecio. Los hizo entrar a la ciudad, donde fueron recibidos con mucho júbilo. Después de que hubieron cenado, los reunió a todos juntos y les dijo: "Señores, sabéis muy bien la gran guerra y dificultades que hubo contra el Sultán de Babilonia. Pocos hay entre vosotros a quienes este hecho no haya disgustado o quienes no tengan hermanos, sobrinos o primos hermanos que han muerto delante de Babilonia. Por eso, si queréis ayudarme y venir conmigo y yo con vosotros, reuniendo el poderío que habéis traído con el que yo colocaré, podemos destruir totalmente al Sultán. Porque el Sultán carece del poderío y el poder de resistir por las armas un enfrentamiento con nosotros". Entonces, todos los reyes sarracenos prometieron servirlo, de la cual el Rey Fabur les agradeció. Se alistaron y se hicieron a la mar.

Jean y Gérard estaban muy contentos de encontrarse nuevamente juntos. A menudo hablaban entre ellos sobre la manera como podrían escapar de los sarracenos. Noche y día rogaban a Nuestro Señor que quisiera ayudarlos porque si no aprovechaban esta ocasión no tendrían jamás otra. El Rey Fabur estaba muy contento de tenerlos a su lado. Tanto navegaron a viento y a vela que el Rey Fabur acompañado de sus reyes, siendo en total trescientos cincuenta mil sarracenos, entró en el río del Nilo donde navegaron de tal modo que llegaron a Egipto. Ya a lo largo del río comenzaron a destruir todo. Descendieron los caballos y las armas de los navíos e iniciaron el camino hacia Babilonia. A ellos los dejaremos estar por el momento y hablaremos ahora de los de Babilonia.