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Los reencuentros
Capítulo 49-A

Sigue en "La muerte de Gillion" (fin de la novela): pulse aquí.

Acompañamiento musical

De cómo los jóvenes de Trazegnies conversaron con su padre y del regreso que hicieron a Hainaut

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Así como lo oís, los dos jóvenes de Trazegnies encontraron a Gillion, su padre, en la ciudad de Babilonia, donde hubo gran alegría por su llegada. Entonces los dos jóvenes contaron a su padre todas las aventuras que les habían ocurrido. Le contaron cómo llegaron a Chipre y cómo partieron de ahí. Luego cómo sarracenos, bandidos y corsarios de mar, los capturaron y los separaron, llevando a Gérard donde el Rey Morgant de Esclavonia y a Jean donde el Rey Fabur. Después le hablaron del combate que tuvieron uno contra el otro y de cómo se habían reconocido. Contaron a su padre todo lo que les había sucedido desde su primera juventud, sin olvidar nada.

Mientras Gillion oía a sus dos hijos contar sus aventuras, no dejaba de maravillarse debido a su juventud. Muy devotamente se puso a agradecer a Nuestro Señor y dijo que debía de estar muy contento en su corazón por el hecho de que Nuestro Señor le hubiera enviado dos hijos como esos.

Si quisiera contaros la alegría y la fiesta que representó ese día para el padre y los hijos, os aburriría con todo lo que hay que decir. Gillion les juró y prometió que, tan pronto como pudiera partir de ahí, irían al país de Hainaut. "No sé todavía como es que puedo hacerlo. Tendría gran alegría en mi corazón si lograra que el Sultán me permitiera ir. Si no puedo encontrar medio alguno de convencerlo, con la ayuda de Nuestro Señor encontraré la forma de partir". "Sire", le dijo Graciana, "sabed que sin mí no partiréis. Me habéis tomado como mujer y esposa. Gracias a vos seré bautizada y educada en la fe de Jesucristo. Nunca os abandonaré, sino que iré con vos y serviré a vuestra primera dama y esposa mientras Dios por su gracia me dé vida". "Bella", le dijo Gillion, "no hubiérais podido decir palabra alguna que me diera más satisfacción". Con lágrimas en los ojos, se besaron uno al otro. Cuando Hertán los escuchó, les dijo de manera muy firme que iría con ellos y que nadie sino Dios lo podría hacer desviar de su decisión. Así, mientras el padre y los hijos reunidos festejaban su encuentro en la habitación de Graciana, entró el Sultán a quien le contaron la manera como el padre y los hijos se habían reconocido. Luego Gillion y sus hijos, quitándose las palabras unos a otros, le contaron todas las aventuras que habían tenido desde que dejaron el país de Hainaut del cual venían. Cuando el Sultán los hubo escuchado, no pudo dejar de maravillarse y les rindió gran honor a estos dos jóvenes. Por el aprecio que les tenía a ellos y a su padre, decidió que habría Corte plena. La fiesta duró seis días. Cuando llegó el día séptimo, los Reyes y Emires que habían venido a la fiesta se despidieron del Sultán y cada uno se fue a su propio país.

Gillion y sus dos hijos permanecieron aproximadamente medio año juntos, residiendo en Babilonia con el Sultán. Sucedió que un día el Sultán estaba apoyado en las ventanas de su palacio. Se acercó Gillion a él y muy humildemente le dijo: "Sire, es una verdad el hecho de que hoy en día no existe Príncipe tan grande en el mundo, creyente en vuestra ley, que sea suficientemente valiente y osado para atreverse a haceros la guerra. Todo vuestro imperio y vuestros reinos, incluyendo los de vuestros amigos, están en paz y seguridad. No existe hombre alguno que quiera desatar vuestra ira. Por eso, Sire, como sé que por el momento todo está en paz, quisiera pediros y rogaros que, superando todos los placeres que me habéis dado hasta ahora, me permitáis regresar con mis dos hijos al país de Hainaut de donde procedo. Estaba convencido de que mi mujer, que es la madre de estos jóvenes, había abandonado esta vida mortal. Os he servido lo más lealmente que he podido. Quisiera llevar conmigo a Graciana, mi mujer, y a Hertán, prometiéndoos por mi fe y por la ley de Jesucristo en la cual soy creyente que si os sobreviene alguna guerra o problemas y me lo hacéis saber, no quedaré en mi país ni un solo día más después de haberlo sabido sin venir a serviros en la misma forma como lo he hecho hasta ahora". Cuando el Sultán escuchó a Gillion, se puso muy apenado y triste. Quedó un buen rato pensando. Después le respondió a Gillion que pediría consejo sobre este pedido a sus barones y que pronto le haría conocer la respuesta. "Sire", le dijo Gillion, "sea como a vos os plazca". Entonces el Sultán se retiró a una habitación donde había mandado llamar a sus barones y consejeros a quienes les planteó el pedido que Gillion le había hecho y que maravilló a todos. Discutieron mucho pero al fin todos estuvieron de acuerdo en una sola conclusión, así como Dios lo había querido: el Sultán podía dejar partir a Gillion, reteniendo su promesa de regresar a Babilonia en el caso de que el Sultán tuviera una guerra y se lo hiciera saber. Después de terminado el Consejo, el Sultán y todos sus barones regresaron al palacio donde encontraron a Gillion y a sus hijos que con gran inquietud esperaban la respuesta. El Sultán llamó a Gillion y le dijo que su Consejo había hablado y que tanto el Consejo como él mismo estaban de acuerdo en que Gillion, su mujer, sus dos hijos y Hertán podían ir a su país, siempre que jurara por su propia ley que si el Sultán tenía cualquier problema y se le hacía saber, dejaría cualquier otra cosa y regresaría a Babilonia para servirlo. Gillion prometió al Sultán que así lo haría y le agradeció.

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Se alistaron y se procuraron de todo lo que les hacía falta. Muy grandes y ricos regalos, que eran una maravilla, les hizo el Sultán a Gillion, a su mujer y a sus dos hijos. Tanto oro y riquezas les regaló que sería una maravilla decirlo. Cuando tuvieron todo y provistos de guías y de gente para conducirlos, hicieron empaquetar y cargar sus tesoros y riquezas sobre caballos y mulas, camellos y dromedarios. Una vez que estaba todo listo, fueron a despedirse del Sultán quien se emocionó mucho y le dijo a Gillion que le recomendaba especialmente el cuidado de su hija, a quien llorando la besó muy tiernamente. Después abrazó a Gillion y a sus dos hijos y los encomendó a Mahoma. Luego se despidieron de los barones, quienes los acompañaron hasta cuatro leguas fuera de la ciudad. En Babilonia hubo gran duelo cuando vieron que se iba Gillion y Graciana, su mujer. Ya en el campo, se pusieron en camino y atravesaron los desiertos llegando a Belén, donde fueron a hacer sus ofrendas. Después llegaron a la Ciudad Santa de Jerusalén, donde besaron el Santo Sepulcro de Nuestro Señor e hicieron muy bellas ofrendas. El día siguiente dejaron Jerusalén y llegaron a Nablus, después pasaron por Jennyn y llegaron a Nazareth, el lugar donde el Ángel Gabriel trajo la anunciación a la Virgen María; donde practicaron sus devociones e hicieron sus ofrendas. Al día siguiente fueron a dormir a la ciudad de Acre. Una vez ahí, la gente del Sultán que los había acompañado, tomó una nave de genoveses, en la cual se embarcaron Gillion, su mujer, sus dos hijos y Hertán. Una vez cargado su equipaje, se despidieron de la gente del Sultán, que hasta ese momento los había acompañado y guiado. El patrón de la nave estaba muy contento de llevar a Gillion debido a que el Sultán y su gente lo habían recomendado tanto; y él tenía grandes deseos de complacer al Sultán. Por eso se esforzó para que Gillion y sus acompañantes estuvieran a gusto y tuvieran el servicio que les hacía falta.

El tiempo era hermoso y claro. Cuando llegó la mañana, al inicio mismo del día, el patrón ordenó levar anclas y levantar las velas. El viento fue suave y los llevó en día y medio al puerto de Limosol en Chipre donde ese día estaba el Rey, a quien le anunciaron inmediatamente la noticia de que sobre la nave de genoveses habían llegado los dos hermanos que en anterior oportunidad le habían tan lealmente servido en la guerra. Cuando el Rey lo supo, envió a su Condestable y a un grupo de Caballeros y les pidió que trajeran ante él a los dos hermanos y a todos los que con ellos estaban. Al llegar al puerto los mensajeros del Rey encontraron a Gillion, su mujer y a los dos jóvenes, que habían descendido a tierra. Se acercaron a los dos jóvenes, los abrazaron y les preguntaron quién era el caballero que venía con ellos. Contestaron que era su padre, aquel que tanto tiempo habían buscado. Entonces se acercaron a Gillion y le dieron la bienvenida, lo mismo que a Graciana, su mujer. Todos juntos fueron donde el Rey, quien los recibió con gran alegría y les preguntó a los jóvenes sobre las aventuras que habían tenido después de que habían partido de Chipre. Jean se puso a contarle todas sus fortunas y aventuras y cómo habían encontrado a su padre en Babilonia, quien estaba con ellos. Cuando el Rey lo vio y supo que era Gillion, el padre de los jóvenes, lo abrazó y le dio grandes demostraciones de aprecio, tanto a él como a su mujer Graciana, agradeciéndole por los grandes servicios que sus dos hijos le habían prestado. "Sire, le dijo Gillion, mucho me place que os hayan prestado servicio y que éste os haya sido agradable". Entonces fueron muy festejados por todos los caballeros y varones que ahí se encontraban. Mucho honor le rindieron a Graciana el Rey y la Reina de Chipre y muchos regalos y presentes fueron hechos a Gillion y a sus hijos. Después de haber permanecido en Chipre durante seis días, se despidieron del Rey y partieron. El Condestable y los señores de la Corte los acompañaron hasta su nave y los proveyeron de vinos, carne, pan fresco y galletas. El Condestable se despidió de Gillion, de sus dos hijos y de Hertán y, junto con los demás caballeros, regresó a la Corte.

Ya embarcados Gillion, su mujer, sus dos hijos y Hertán, al llegar la media noche el patrón hizo levantar las velas y cogieron un viento suave. Navegaron sin ningún incidente y en pocos días llegaron al puerto de Nápoles. Ahí desembarcaron y compraron caballos y mulas para cargar todo su equipaje. Después se despidieron del patrón y le pagaron muy bien por el viaje, lo que éste les agradeció. Después de pasar dos días en Nápoles, ya refrescados tomaron el camino de Roma. Cuando llegaron ahí, se alojaron en una posada donde el posadero y la posadera los recibieron muy bien. Después, a la mañana siguiente, fueron a ver al Santo Padre con quien Gillion, Graciana y Hertán se confesaron y recibieron la absolución de sus pecados. Luego, dentro de la Iglesia de San Pedro hicieron colocar una gran cuba llena de agua en la que el Santo Padre bautizó a la bella Graciana y a Hertán. A Graciana no le cambió el nombre, pero Hertán recibió el nombre de Enrique ; y dice el documento o libro del cual he tomado esta historia, que una hora después de bautizado Hertán moría, lo que dejó muy tristes a Gillion, Graciana y a sus dos hijos, Jean y Gérard. Lo hicieron enterrar en la Iglesia de San Pedro con un servicio fúnebre muy notable.

Muerto Hertán y realizadas las pompas fúnebres, Gillion se despidió del Santo Padre y, partiendo de Roma, cabalgaron por Toscana y Lombardía, pasaron al lado del Monte de Monjou y entraron en Saboya y luego en Borgoña, para de ahí llegar a Namur y entrar en Brabante.

Llegados a Brabante, Gillion pidió a un gentilhombre que lo acompañaba y a quien había encontrado en el camino, que fuera a Trazegnies para anunciarle su llegada a la Dama Marie, su mujer. El gentilhombre, deseoso de cumplir rápidamente con el servicio que Gillion le había solicitado, partió de inmediato y se esforzó tanto que llegó hasta el Castillo de Trazegnies. Una vez ahí, como hombre prudente y moderado, saludó a la dama y le dijo que había oído que sus dos hijos habían encontrado a Gillion, su padre, y que en breve debían retornar; no le quiso decir de inmediato que Gillion lo había enviado porque ha sucedido otras veces que las mujeres han muerto de alegría. Cuando la dama escuchó el mensaje, se puso muy contenta y lo interrogó muy cuidadosamente sobre el lugar en que podían encontrarse y si estaban todavía al otro lado del mar. El escudero le contestó que no, que ya habían atravesado el mar porque él había visto a una persona que había hablado con ellos. Así dejó a la dama durante más de tres horas pensando en la llegada de su marido y de sus dos hijos. Después le dijo: "Señora, podéis estar segura de que mañana después del almuerzo, vuestro marido, y vuestros dos hijos estarán aquí en el Castillo de Trazegnies". "¡Ah, mi amigo!, le dijo la dama, ¿es realmente como vos decís?". "Mi señora, le dijo el escudero, os he contado la pura verdad". Entonces la dama tuvo tal alegría que abrazó al escudero y le hizo grandes demostraciones de aprecio. Después hizo preparar y engalanar el castillo y envió mensajeros a los caballeros y escuderos vecinos para que ellos, con sus mujeres y sus hijas la acompañaran a recibir a su marido.

Todos llegaron con gran alegría en el corazón al saber las noticias. El día siguiente, después del almuerzo, Gillion y sus acompañantes llegaron al Castillo de Trazegnies. Se apearon y la noble dama muy noblemente acompañada vino a presentarse ante su Señor, quien la tomó en sus brazos y la besó muchas veces. Después la noble dama besó a sus dos hijos y luego besó y festejó a la bella Graciana. La comida estaba lista y se sentaron a la mesa. Gillion se sentó en medio de sus dos mujeres y fue durante toda la comida servido por sus dos hijos. Terminada ésta, se levantaron de la mesa y muy cortésmente Gillion habló con la Dama Marie, su mujer, y le dijo: "Mi muy querida amiga, cuando estaba por esas lejanas tierras, un caballero llamado Amaury me informó que vos habíais muerto de parto. Debido al gran dolor que tuvo con esta noticia, juré no regresar nunca más al país de Hainaut. Luego me volví a casar con esta muy noble dama que veis aquí presente, la que me salvó la vida porque estaría muerto si no fuera por ella. En Roma la hice bautizar y quiere servirme lealmente para siempre. Sin embargo, os juro que mientras vos viváis, no la tocaré". "Sire", le dijo la Dama de Trazegnies, "ya que ha sucedido lo que decís y que os habéis vuelto a casar con esta dama y que ella os ha salvado la vida, no gustaría a Dios que yo tenga relaciones con vos ni que os dé compañía. Por ello, quisiera entregarme al servicio de Nuestro Señor en una Abadía de monjas, donde rogaré por vos durante el resto de mi vida". "Dama", le dijo Graciana, "no gustaría a Dios que yo cause daño a las relaciones con vuestro leal señor". Así las dos damas estuvieron de acuerdo en que ambas el día siguiente se entregarían al servicio de Dios en la Abadía de la Oliva, donde se encerrarían sin salir por el resto de sus días.

Por su parte, Gillion de Trazegnies, con el consentimiento del Conde de Hainaut y de los barones, distribuyó todas sus tierras y señoríos entre sus dos hijos. Luego dejó Trazegnies y se fue a servir a Nuestro Señor a la Abadía de Cambron, lugar en donde muchas veces el Conde de Hainaut y los barones, sus parientes y amigos, lo venían a visitar maravillándose de las aventuras que había vivido.