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En Chipre
Capítulo 37

Aquí se habla de la gran batalla que hubo delante de Nicosia y de cómo los jóvenes de Trazegnies rescataron al Condestable a quien los sarracenos querían colgar

Acompañamiento musical

Cuando el Rey Bruyant vio que los chipriotas se habían retirado a su ciudad y que en los campos quedaban más de veinticuatro mil de sus hombres muertos, comprendió que nunca en su vida había tenido tanto dolor en el corazón. Lamentó mucho esta pérdida y, apenado y encolerizado, regresó a su tienda de campaña. El noble Condestable estaba amarrado a la estaca y rogaba muy piadosamente a Nuestro Señor que por su gracia quisiera tener piedad de su alma; ya que era seguro de que moriría y que no tendría ningún socorro. Estaba contento y decidido a recibir su muerte. Pero se dice en el habla común que a aquél a quien Dios quiere ayudar nadie lo puede dañar. Una vez que el Rey Bruyant regresó a su tienda, mandó llamar al Condestable. Cuando le tuvo ante él, le miró fieramente y le dijo: "Mal cristiano, tú eres el que ha tenido la conducción de la batalla que ha llevado a cabo el Rey chipriota y es por tí que hoy día sufro yo una gran pérdida. Debes saber que hoy día te voy a ajusticiar; porque te haré ahorcar y nada en el mundo te puede salvar, salvo que tú quisieras creer en Mahoma, orarle a él y mantenerte firme en su ley. En esta forma podrás salvarte y no de otra manera". Cuando el Condestable escuchó al Rey Bruyant, no es de maravillarse que tuviera mucho miedo; no obstante, le respondió al Rey Bruyant en forma altanera y le dijo que ni a él, ni a su ley ni a su Dios Mahoma los tenía en cuenta, sino que más bien estaba contento de recibir la muerte voluntariamente por amor a Jesucristo, su verdadero Dios. Bruyant ordenó a su gente que se lo llevaran y que al día siguiente en la mañana sería colgado, lo que sería motivo de gran fiesta. Los guardias tomaron al Condestable y le ataron los pies y las manos en forma tan apretada que le salía sangre clara por las uñas. Muy piadosamente rogaba a Nuestro Señor que tuviera piedad de su alma. A menudo extrañaba al Rey de Chipre, su señor, y a Jean y Gérard a quienes había tomado mucho aprecio. Toda la noche estuvo en tormento. Los sarracenos que lo custodiaban le dijeron muchas injurias. Uno lo golpeó, otro le orinó la cara. Todas las villanías y las injurias que podían hacerle se las hicieron esa noche hasta que clareó el día.

Bien podéis creer que, mientras tanto, dentro de la ciudad de Nicosia, el Rey, Jean, Gérard, los barones y el pueblo se lamentaban mucho de lo sucedido. "Señores", dijo el Rey de Chipre, "si os place escucharme, os diré la manera como podríamos ayudar y acudir en socorro de mi Condestable que actualmente está en riesgo de perder su vida". Entonces Gérard, que era muy impaciente, dijo: "Sire, no hay otra manera ni medio alguno que podamos sino el de que mañana bien temprano en la mañana salgamos fuera de esta ciudad y corramos a atacar a nuestros enemigos. Porque por ahora no se cuidarán de nosotros y pensarán que jamás iremos a atacarlos dos días seguidos. Y prometo a Dios que jamás regresaré y que quedaré muerto en el campo si no logro traer al Condestable". "Hermano", le dijo Jean, "así se hará como vos decís si es que place a Nuestro Señor ayudarnos". Cuando el Rey de Chipre escuchó a los dos hermanos, se sintió más feliz que nunca lo había estado en su vida y se dijo en voz baja que bien debía agradecer a Nuestro Señor por haberle enviado estos dos jóvenes tan valientes. "Porque, mediando la gracia de Nuestro Señor, espero que con el coraje que ellos tienen, seré liberado de mis enemigos". Así hablaron de muchas cosas esa noche, mientras la ciudad, las torres y las murallas eran custodiadas muy estrictamente.

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De ellos dejaré de hablar y hablaré del Rey Bruyant que estaba en su tienda de campaña deseando vengarse del Rey de Chipre con la muerte del Condestable. Cuando llegó la mañana y la gente se hubo levantado, el Rey Bruyant mandó buscar a los carpinteros a quienes encargó que cerca de la ciudad de Nicosia, sobre una colina que ahí había, levantaran un patíbulo para colgar al Condestable, a fin de ofender y manifestar su desprecio aún más al Rey de Chipre y a los cristianos. Los carpinteros, deseosos de complacer a su Rey, le contestaron que tan pronto como los llevarán al lugar sería construido y levantado el patíbulo. Fueron al lugar señalado y tanto se esforzaron que en menos de una hora el patíbulo estaba levantado.

En este mismo momento, el Rey de Chipre y su gente estaban armados y montados sobre los destreros, listos para salir de la ciudad, cuando los vigías de las torres y murallas le anunciaron que los sarracenos habían hecho levantar un patíbulo muy cerca de la ciudad. Cuando escucharon estas noticias, el Rey y los barones comprendieron inmediatamente que el patíbulo era para el Condestable. "Dios verdadero", dijo el Rey, "aconsejadnos sobre la forma como podemos socorrer a nuestro Condestable. Porque en verdad si no es socorrido de inmediato, vergonzosamente ante nuestros ojos, lo harán morir". Los hermanos Jean y Gérard se acercaron al Rey y le dijeron: "Sire, no os preocupéis por vuestro Condestable; porque si nuestros brazos y nuestras espadas no nos fallan, antes de que haya pasado una hora os lo traeremos sano y vivo a esta ciudad". Entonces se alistaron y quedaron esperando el momento más conveniente para salir. Los sarracenos del campamento vinieron hacia el Condestable y lo desataron de la estaca donde estaba amarrado. Luego lo colocaron sobre una vieja yegua, le ataron los pies por debajo del vientre y así lo llevaron hasta el patíbulo, diciéndole muchas injurias y villanías e incitándolo a renegar de su fé y creer en Mahoma. Le decían: "¡Oh, muy desgraciado cristiano!. Mira el patíbulo que ha sido levantado para colgarte y del cual tú podrías escapar si quieres creer en nuestra ley". Después, le tiraban de la barba y de los cabellos y lo golpeaban con gruesos bastones. El buen Condestable oraba a Nuestro Señor muy piadosamente, mirando la ciudad de Nicosia, hacia la cual expresó varias veces su pena. El Rey de Chipre y su gente estaban en los muros y en las ventanas de las puertas, observando; y el Rey vio de lejos al Condestable que era llevado por los sarracenos camino del patíbulo. Bajó de la muralla y llamó a Jean y a Gérard de Trazegnies, en quienes había puesto toda su confianza y les dijo: "Mis muy queridos amigos, os doy el mando de diez mil de mis hombres para que os acompañen en esta misión. Después, yo mismo llevaré otros diez mil en ayuda de vosotros, si habéis menester. Vosotros iréis directamente hacia el patíbulo y yo me colocaré entre la hueste y vosotros a fin de que no escape uno sólo de los hombres que llevan a mi Condestable". "Sire, dijo Jean, confiad en nosotros ya que, si Dios lo quiere, haremos tales cosas que estaréis contento de nosotros".

Por su parte, el Condestable se aproximaba al patíbulo donde pensaba que había de morir y, viendo

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la ciudad, elevó una devota oración a Nuestro Señor rogándole que quisiera ayudarla y socorrerla y encomendándole su propia alma, porque bien veía que ya nada era posible en favor de su cuerpo. Cuando los paganos vieron ya cerca del patíbulo no tuvieron ninguna duda, porque con ellos venía un Rey pagano que los dirigía diciéndoles que no debía tener miedo ni duda por el hecho de ejecutar la justicia que había sido ordenada por su Rey. Cuando estuvieron al lado del patíbulo, bajaron al Condestable de la yegua sobre la cual estaba. Comenzaron a hacer los preparativos y el Condestable, triste y pensativo por la muerte que esperaba, se puso de rodillas mirando el Cielo y muy devotamente hizo sus oraciones a Nuestro Señor.

Justo en momentos en que se encontraba en tal estado, los dos jóvenes de Trazegnies salieron por la puerta de la ciudad, tomando una quebrada con el objeto de rodear el montículo donde se había levantado el patíbulo, a fin de que los sarracenos no se dieran cuenta de su presencia. El Rey de Chipre tomó el camino más cubierto que pudo para colocarse entre el ejército y los encargados de la ejecución, de manera que ninguno de ellos pudieran escapar. Jean de Trazegnies y su hermano Gérard cabalgaron muy fuerte, mirando hacia el patíbulo donde se veía un gran número de paganos que iba y venía. Por otra parte, observaron también que varios de los paganos se acercaban a los fosos de la ciudad y que gritaban en alta voz: "¡Oh, muy falsos cristianos!. Salid de las murallas y venid a socorrer a uno de vosotros que vamos a ahorcar". Entonces Jean de Trazegnies se llevó un pequeño corno a la boca y lo hizo sonar, lo que era la señal para que todos atacaran. Inmediatamente, Gérard que venía detrás de él picó espuelas a su destrero con la lanza baja y se metió entre los sarracenos. Ahí no hubo cristiano que su fuerza y su habilidad no mostrara. Jean de Trazegnies los arengó en alta voz: "¡Adelante, Señores!. Ahora veremos quién es el que tiene realmente el deseo y voluntad de rescatar al Condestable". Después miró a su derecha y divisó al Rey que estaba al mando de todos los sarracenos que habían venido para llevar a cabo la ejecución del Condestable. Bajó la lanza, picó espuelas al destrero y pegó al Rey pagano un golpe tan maravilloso y con tal ferocidad que le atravesó el cuerpo y le hizo salir el hierro y el fuste de la lanza más de dos pies del otro lado, el que cayó muerto a tierra. Después se lanzó espada en mano en medio de los sarracenos. Por su parte, Gérard, que estaba muy deseoso de hacer algo que le diera gran fama, picó espuelas a su destrero y se acercó al patíbulo. Divisó a un sarraceno que tenía sujeto al Condestable por una cuerda que le había puesto al cuello. Se acercó a él con la espada en alto y le dio al mencionado sarraceno tan grande tajo sobre la cabeza que lo abrió hasta el mentón. Los sarracenos, viendo a los cristianos sobre ellos y muerto el Rey que tenía el mando, se desbandaron y tuvieron gran miedo; y no sin causa, ya que bien se veía que todo estaba perdido. La mayor parte de ellos comenzaron a huir hacia su campamento; pero cuando se creían a salvo, se encontraron con el Rey de Chipre y todo su batallón. Gérard liberó al Condestable, hizo que le colocaran una armadura y lo montaran sobre un destrero. La matanza de sarracenos y de esclavonios fue tan grande que de los diez mil hombres que habían sido encargados de darle muerte al Condestable, no escaparon ni siquiera cien con vida. Gérard y el Condestable cabalgaron juntos cortando en pedazos y abatiendo a los sarracenos que se interponían en su camino, todos los cuales rodaron por tierra. El Condestable estaba muy maravillado por las grandes proezas que ese día había visto hacer a los dos jóvenes de Trazegnies y les dijo que alguna vez le correspondería devolverles la bondad y la cortesía que ese día habían tenido para con él. El Rey de Chipre se portó también muy valientemente.


El rescate del Condestable se produjo en medio de una gran algarada y muchos sarracenos fueron muertos y tasajeados. Un sarraceno dio a conocer la noticia en el trono del Rey Bruyant, a quien le contó la manera como habían sido sorprendidos y le dijo que de los diez mil hombres que eran, apenas ochenta habían escapado con vida. Agregó que incluso el Rey Sorbare que los dirigía, había sido muerto. Al oír estas noticias, el Rey Bruyant quedó muy apenado y dijo: "Mahoma, ¿cómo es que el Rey de Chipre es tan osado que se ha atrevido a impedir la ejecución de mi justicia e incluso ha matado a quienes yo había encargado para ello?". Entonces, el Rey Bruyant ordenó que todos se armaran y montaran a caballo y que cuidaran de que el Rey de Chipre no se les escapara. Los paganos y los esclavonios corrieron a colocarse sus armaduras y montaron a caballo más de sesenta mil hombres. El Rey de Chipre miró hacia el campamento y vio todo el ejército preparado; pensó que combatirlo estaba por encima de sus fuerzas y que era tiempo y hora de regresar a fin de que no les sucediera una desgracia. Ordenó tocar a retirada. Jean y Gérard cabalgaban detrás del grupo, para que nadie se perdiese; el botín y las presas que habían ganado, era llevado adelante. Tanto se esforzaron que, quisiéranlo o no los esclavonios, el Rey y todos los otros chipriotas entraron en Nicosia con gran gloria, luego de haber infligido una gran pérdida a sus enemigos.

Así como lo habéis oído, el Rey de Chipre y los chipriotas, con la ayuda de Jean y Gérard de Trazegnies, rescataron al buen Condestable de Chipre y lo trajeron de vuelta. Después colocaron sobre los muros, torres y puertas a mucha gente de armas y ballesteadotes, porque era evidente que tendrían que sufrir un gran ataque. Y éste en efecto no tardó mucho. El Rey Bruyant, acompañado de cien mil hombres, llevó a cabo un gran ataque a la ciudad, en el que muchos sarracenos murieron. El asalto duró todo el día entero, sin que pudieran conquistar nada; por lo que se vieron obligados a regresar a su campamento con gran deshonor y daño, mientras que los de la ciudad ganaron mucha gloria por haberse defendido tan bien. El Rey Bruyant estaba muy dolido y encolerizado tanto por el gran daño que había recibido como por la muerte del Rey Sorbare, su sobrino; por lo que hizo un juramento delante de todos sus barones de que no se retiraría de las puertas de la ciudad hasta que la hubiera sometido. A ellos los dejaremos por el momento y hablaremos del Rey de Chipre.