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Capítulo 12
Prisión en Egipto

Cómo Gillion mató al guardián y a otros tres sarracenos que habían venido a prenderlo y de cómo la muerte le fue postergada

Acompañamiento musical

Cuando entró el guardián, éste se puso a gritar muy fuerte: «Cristiano hipócrita, jamás volverás a ver un día tan hermoso porque el Sultán manda por ti para darte muerte». Habiendo oído Gillion lo que decía el alguacil que había venido a buscarlo para llevarlo donde el Sultán a encontrar su muerte, se puso de pie henchido de furor y de ira y lo tomó ferozmente por el pecho. Levantó el puño, que lo tenía grande y cuadrado, y le dio tal golpe en la sien que lo hizo caer a tierra. El golpe fue tan duro que le hizo saltar los ojos de las órbitas y lo dejó tendido. «Puesto que debo morir», dijo Gillion, «los que vienen a buscarme tendrán que pagarlo caro». Entonces vio a otros dos sarracenos que habían venido con el guardián. Se acercó a uno que tenía un gran fierro en sus manos, se lo arrancó y le asestó un golpe tan fuerte que le abrió la cabeza y los sesos saltaron fuera, cayendo muerto ante él. Después corrió hacia el otro, pero éste se escapó dando de gritos que el Sultán escuchó. Entonces acudieron por todas partes los sarracenos y encontraron a Gillion apoyado contra el muro de la torre, teniendo en la mano el fierro con el que había matado a los dos sarracenos . Cuando vio que los paganos se acercaban al calabozo, avanzó hacia el portón de la celda y vio a un pagano que se había adelantado a los otros. Levantó el fierro a contramano y asestó un golpe sobre la cabeza del pagano con tal fuerza que lo desarmó todo y éste cayó muerto ante él. Ya entonces los gritos y la algarada eran muy grandes por todo el palacio, y acudían sarracenos a toda prisa. Viendo Gillion llegar a toda esa gente, se puso a clamar a Nuestro Señor rogándole que tuviera piedad de su alma ya que bien se veía que no tenía salida y que no podría escapar a la muerte. Uno le lanzó un banco, otro una montura, los otros le arrojaban bastones, a fin de capturarlo porque el Sultán había prohibido que lo matasen, ya que quería tenerlo vivo. Gillion, como audaz y esforzado caballero, se defendía como mejor podía. Mató a cuatro sarracenos y a varios les rompió brazos y piernas. Pero finalmente estaba tan cansado que el fierro se le cayó de las manos. Inmediatamente fue cogido y amarrado.

Lo llevaron ante el Sultán a quien contaron cómo había matado al guarda de la torre y a tres otros sarracenos, sin contar a los que había hecho huir alocadamente. Cuando el Sultán oyó ello, montó en cólera contra quien había matado y dejado maltrecha a su gente. Reunió a su Consejo y le solicitó que procediera a juzgar al cristiano en función de las fechorías que había cometido. Entonces el Consejo juzgó que era digno de la pena de muerte y que debía ser amarrado desnudo a una estaca y los mejores arqueros del Sultán le arrojarían flechas hasta que su alma hubiera dejado su cuerpo.

Cuando Gillion de Trazegnies oyó la condena de muerte, las lágrimas le comenzaron a caer de los ojos. Muy devotamente rogó a Nuestro Señor que tuviera merced de él y que lo quisiera socorrer y ayudar,

Manuscrito Lord Devonshire: detalle de la orla.jpg

ya que sabía muy bien la falta que le hacía esa ayuda. Muy dolido estaba Gillion cuando se vio condenado a muerte. Fue tomado y llevado a la plaza, donde lo amarraron con tirantes a una estaca. El Sultán y su hija, la bella Graciana, estaban sentados frente a la ventana para ver cómo los arqueros arrojarían sus flechas sobre el cuerpo de Gillion, quien entretanto oraba muy devotamente a Nuestro Señor. Entonces, viendo la bella Graciana a este cristiano desnudo que ataban a la estaca y a los arqueros listos para tirar sus flechas sobre él, se puso a considerar muy compasivamente a Gillion apreciando que nunca había visto un hombre tan guapo y tan bien formado; y quiso a Dios que así la inspiró, que ella observara el colorido de su hermoso rostro, los bellos ojos que tenía para mirar, la roja boca que tenía para besar. Sintió amor en su corazón y el deseo de creer en Jesucristo a fin de que ese amor por un cristiano fuera posible. La bella doncella, considerando la gran pérdida que implicaría la muerte de un caballero así y el bien que ella podría hacer al salvarle la vida, le dijo al Sultán: «Mi muy querido Señor y padre, me parece que no habéis sido bien aconsejado cuando se os ha sugerido darle muerte rápidamente a este hombre. Con ello no ganáis nada. Os diré la razón por la cual lo debéis conservar vivo. Tenéis perfectamente presente la guerra mortal que sostenéis desde hace mucho tiempo con el Rey de Chipre; y si sucediera que él viniera contra vos como vos habéis ido contra él, podría ser que capturase a un rey o a un emir o a otro pariente próximo de vos. En tal caso, el cristiano podría serviros para un canje. Si queréis creerme, por sobre todas las cosas no lo hagáis morir ni lo dejéis ir sino mantenedlo en vuestras prisiones y dadle de comer tanto pan y agua como quiera. Nada será peor castigo para él porque los cristianos son de buen comer y están habituados a tomar vino, por lo que el pan y agua le hará languidecer».

Así como habéis oído, la noble doncella incitaba al Sultán, su padre, que le perdonara la vida a Gillion de quien se había enamorado.