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La separación de los hermanos
Capítulo 45-B

De cómo Hertán combatió al Rey Haldin y lo desbarató y de la gran batalla que hubo delante de Babilonia donde Gillion desbarató a los sarracenos (continuación)

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Acompañamiento musical

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Cuando los dos combatientes llegaron al campo, cada uno descendió delante de su tienda y entró en ella. Ahí descansó un rato Hertán; por su parte, el Rey Haldin se hacía armar. Cuando Haldin estuvo listo, los que estaban alrededor de él le dijeron que creían que Hertán era un loco e irresponsable, por el hecho de haberse atrevido a enfrentarlo; y que más le hubiera valido en los días de su vida haber quedado como guardián de las prisiones del Sultán que haber tomado el estado de caballero y tener que combatir contra el Rey Haldin. Así como oís hablaban de Hertán, pero lo que sucedía es que la mayor parte de ellos estaban despechados por el amor de la bella Graciana. Cuando Haldin estuvo armado a su gusto, le fue traído su destrero todo cubierto y adornado con un rico manto de oro. Montó sobre el caballo y se acercó al campo, muy noblemente acompañado por sus amigos. Ya una vez dentro del campo, los que lo acompañaban se retiraron. Gillion, viendo que el sarraceno ya había llegado, hizo montar a Hertán sobre el destrero y le dijo que pusiera toda su confianza y su fe en Jesucristo. "Sire", le dijo Hertán, "con la ayuda de la gracia de Dios en quien creo firmemente, no tengo la menor duda de que al sarraceno le voy a dar el mayor susto que ha tenido en su vida". Una vez que Hertán estuvo montado sobre el destrero, Gillion le entregó la lanza y salió del campo.

El Sultán y sus barones estaban sobre el estado para ver la batalla de los dos campeones. Del otro lado del campo fue traída su hija Graciana, ante quien se levantó un pequeño altar sobre el que estaba la imagen de Mahoma sentado. La doncella se puso de rodillas y comenzó a rezar en alta voz para que todos la oyeran. "¡Ah, Mahoma, mi Dios!. Te ruego que me quieras ayudar y socorrer por tú gracia a fin de hacer prevalecer el derecho que creo tener. Si verdaderamente he sido acusada de mala fe y sin razón y a pesar de ello se encontrara lo contrario, te ruego que no se postergue mi castigo y que sea inmediatamente quemada". Después dijo en voz baja, de manera que nadie podía oírla: "¡Oh, mi verdadero Dios Jesucristo!. Te suplico humildemente que me quieras socorrer porque en verdad que ningún día de mi vida Gillion me ha tocado en ninguna manera ni lo hará nunca si no es que por el derecho que concede la ley del matrimonio. Es bien cierto que lo amo. Pero nunca tuvo ningún mal pensamiento hacia mí ni yo tampoco hacia él. Sire, si verdaderamente os sirvo -y os serviré todo el tiempo de mi vida- os suplico que queráis socorrer y ayudar a Hertán, mi campeón". Así oraba Graciana, como lo habéis oído.

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Los campeones se miraban muy altaneramente uno a otro. Al ver que los dos campeones estaban listos para entrar en combate, el Sultán hizo tocar la trompeta, lo que significaba que cada uno debía cumplir con su deber. Entonces los dos bajaron sus lanzas y picaron espuelas a sus destreros. Se golpearon sobre los escudos con tal fiereza que la lanza de Hertán se rompió en pedazos. Pero la de Hardin, que era muy gruesa y rígida, no se rompió en absoluto. Con ella le dio tal golpe a Hertán en su escudo que, piernas arriba, lo echó por tierra. Y entonces, cuando Haldin vio a Hertán caído de su destrero, tiró su lanza y echó mano a la espada, a fin de matar a Hertán. Pero la gran vergüenza que éste había pasado de verse así abatido por Hardin, le dio coraje y valor; y, viendo la lanza del sarraceno tirada por tierra, la levantó y vino al encuentro de Haldin, dirigiendo la lanza contra el destrero que éste montaba. La lanza atravesó el cuerpo del destrero, que cayó muerto a tierra. Pero esto fue muy desventajoso para Haldin, porque una de sus piernas quedó debajo del destrero muerto. Hertán, viendo al sarraceno en esta situación, corrió rápidamente hacia él, levantó la espada y golpeó con ella a Hardin sobre el hombro, dándole un tajo tan maravilloso que hizo volar por el campo el brazo con que éste sostenía la espada; de lo cual los parientes y amigos de Haldin tuvieron gran pena y Gillion gran alegría. La bella Graciana estuvo también muy contenta, ya que la cosa le tocaba a ella más que a ninguna otra persona. Cuando Haldin se encontró así que estaba perdido , tuvo gran miedo. Lo mejor que atinó a hacer fue salir de debajo del caballo muerto. Pero Hertán se cuidó de no darle espacio para levantarse, porque golpeó al sarraceno por el cuello de tal manera que le cortó los lazos del yelmo y lo hirió bien y profundamente, al punto que la sangre le brotaba con gran fuerza. Cuando Haldin se vio en tal peligro, cogió un cuchillo que llevaba colgando a su costado y lo arrojó sobre Hertán para tratar de herirlo; pero falló, porque Hertán se echó atrás al ver llegar el cuchillo. Hertán inmediatamente se volvió contra él y dio al sarraceno un golpe tan grande sobre el yelmo que hizo saltar una de sus piezas y se vio a Haldin con la cabeza descubierta. Entonces Haldin, como hombre desesperado, dijo a Hertán; "¡Oh, malvado bandido!. Hasta ahora en mi vida nunca había encontrado un sarraceno que frente a mí se hubiera mantenido vivo mucho tiempo; salvo tú, en cuyas manos me corresponde morir". Entonces Hertán, con la espada en la mano, hizo el además de golpear al sarraceno en la cabeza. Cuando Hertán vió venir el golpe levantó el escudo a contramano para cubrirse; pero Hertán advirtió que por abajo estaba totalmente descubierto y descendió su espada para tratar de golpearlo. Pero el sarraceno era muy hábil e inmediatamente bajo su escudo. Entonces Hertán, que era muy ágil, viendo que la cabeza del sarraceno estaba descubierta, levantó la espada a contramano y le dio al sarraceno un tajo feroz en el cuello que le cortó la cabeza con yelmo y todo, a la altura de los hombros, cayendo el cuerpo de un lado y la cabeza del otro.

Hertán miró al Sultán y le preguntó si había cumplido con su deber. "Sí", le dijo el Sultán, "es suficiente". Ordenó que trajeran a su hija Graciana y le dijo: "Hija mía, quiero y ordeno que en adelante concedáis a Gillion y a Hertán todos los placeres y cortesías que con honor podáis otorgarles. Porque así debéis hacerlo y me place que lo hagáis". "Sire", le dijo la doncella, "vuestra voluntad es una orden para mí y haré lo que vos me decís". La doncella fue inmediatamente a abrazar a Hertán, y lo mismo hizo con Gillion. El cuerpo del Rey Haldin fue llevado a la horca, donde fue colgado por los hombros. Así como lo habéis oído, el Rey Haldin pagó su traición.

Gillion y Hertán se despidieron del Sultán y de Graciana y fueron a su castillo donde se desarmaron y se pusieron cómodos. Graciana se quedó con el Sultán, su padre, donde la fiesta fue grande y magnífica.

Este Rey Haldin del que hemos hablado, era hombre de gran linaje. Uno de sus parientes próximos era el Rey Yvorin de Monbrant que había sido coronado recientemente porque su padre había muerto delante de Babilonia de manos de Gillion; por lo que todos los parientes y amigos del Rey Haldin le habían tomado gran odio a Gillion. El Rey de Monbrant, habiéndose enterado de la noticia de que su primo el Rey Haldin había sido muerto, estuvo más que molesto. Juró por su Dios Mahoma que jamás se detendría hasta que lograra levantar tiendas de campaña y pabellones delante de Babilonia. Después hizo escribir comunicaciones y cartas que envió por su país y a sus amigos y aliados, solicitándoles que un día determinado estuvieran presentes en su ciudad de Monbrant. Una vez que las cartas fueron recibidas, cada uno de los convocados se alistó y concurrió el día y en el lugar en que habían sido ordenados. Las naves y las galeras fueron preparadas inmediatamente. Subieron en ellas las que estaban provistas de toda clase de víveres y de todo lo que se podía necesitar. El Rey de Monbrant subió en una de sus naves, acompañado por cien mil hombres. Se levaron las anclas y desplegaron las velas a las que el viento hinchó con tal fuerza que en poco tiempo se alejaron de las tierras y de las costas de Barbaria. Pronto llegaron a viento y a vela a Damiette y penetraron en el río del Nilo. Una vez llegados a una legua de Babilonia, descendieron de sus naves e hicieron descargar sus armas y destreros, sus tiendas y pabellones. Ya todos en tierra, se extendieron por el país quemando y destruyendo ciudades y pueblos, matando mujeres y niños, hasta que la noticia llegó a Babilonia donde el Sultán estaba enfermo en cama. Enterado de la noticia, quedó muy apenado y muy irritado y también muy confundido por esta nueva guerra. Mandó llamar a un Consejo y les solicitó que en esta guerra se encargara la conducción de los ejércitos a Gillion; en lo cual todos estuvieron de acuerdo. Y, con el consentimiento del Sultán y de sus barones, con el objeto de que Gillion permaneciera siempre con ellos sin partir jamás, acordaron entregarle como mujer y esposa a la bella Graciana. Y por ello inmediatamente y sin mediar plazo alguno mandaron buscar a Gillion y a Hertán y a la bella Graciana.

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Cuando todos hubieron llegado, el Sultán llamó a Gillion y le dijo: "Gillion, me habéis servido muy lealmente. Y como ningún servicio debe quedar sin recompensa, os doy a mi hija Graciana en matrimonio, a quien quiero que ahora mismo toméis como esposa. De esta forma, después de mi muerte, tendréis todas mis tierras y señoríos siempre que llevéis a mi gente bajo vuestra conducción y protección al encuentro de un Rey pagano que acaba de entrar en mis tierras". Cuando Gillion escuchó al Sultán, se puso a pensar durante un buen rato, recordando a su país a Hainaut y a su noble esposa, la cual creía muerta y por quien se puso a suspirar muy fuertemente. Después retomó su valor y se dijo que posiblemente nunca regresaría al país de Hainaut. "Mi alma puede salvarse también matando a sarracenos aquí, igual que lo haría en mi país rogando a Dios en un monasterio o capilla". Entonces respondió al Sultán: "Sire, deberíaseme tener por infeliz y malcriado si rehusara el honor que me queréis hacer. No es posible hacerme un honor mayor que darme a vuestra hija por mujer, a quien retengo agradeciéndoos muy humildemente, siempre que jamás me pidáis que renuncie a mi ley; a la cual, si puedo, haré convertir a Graciana, pero siempre que sea por su voluntad". El Sultán, creyendo que jamás su hija renunciaría a la ley de Mahoma, se la otorgó. Entonces Graciana fue traída delante de su padre, la cual ya había sido advertida de la razón por la que se enviaba a buscarla. Se presentó muy ricamente vestida y adornada y muy bien acompañada por caballeros, damas y doncellas. Al verla entrar en la sala parecía algo maravilloso , porque era tan bella a la vista que su belleza iluminaba toda la sala. Todos se decían unos a otros que jamás la habían visto tan bella. Por su parte, Gillion estaba delante del Sultán y miraba venir a aquella a quien tanto había deseado. Podéis creer ciertamente que ambos tenía gran alegría y júbilo. Ahí estaba ya el sacerdote que los casó según la ley de Mahoma.

Ese día, Gillion fue muy observado por los paganos y los sarracenos, debido a su tamaño y fuerza. Estaba tan bien formado que ni Dios ni la naturaleza habían olvidado nada al hacerlo; tenía cuarenta años de edad y nada más. En toda la tierra de paganos por grande que era, no era posible encontrar a un hombre más apuesto. Los sarracenos se decían entre sí que era una pena que no creyera en la ley de Mahoma y que por su prestancia parecía ser un rey . Algunos decían que Graciana era muy inteligente y que gracias a su ingenio lo atraería a creer en la ley de Mahoma.

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Una vez casados, se tendieron las mesas en el palacio y la colocación del agua fue anunciado con toques de corno . Se sentaron a la mesa. De los platos y entremeses que fueron servidos, no quiero haceros una larga historia. Un gran número de juglares tocaron diversos instrumentos delante de la recién casada. Luego, después de haber comido, bailaron y se entretuvieron según su ley y costumbre. Mas tarde, terminada la cena, Gillion y Hertán llevaron a Graciana a su castillo, siendo acompañados por altos personajes hasta llegar a la puerta. Luego todos se despidieron y regresaron a la ciudad, que estaba muy cerca.

Cuando llegó la noche y vino la hora de acostarse, Gillion hizo venir a la recién casada a su habitación, sin permitir que entrara en ella ni hombre ni mujer, salvo Hertán. Una vez que estuvieron los tres en la habitación, Gillion se acercó a su mujer y le dijo que jamás se acostaría con ella hasta que hubiera desposado mediante anillo ante la ley de Jesucristo. Después Gillion tomó una palangana llena de agua que Hertán había traído. Cogió el anillo y lo colocó en su dedo de su mujer, haciendo la señal de la cruz y diciendo las palabras correspondientes. Después hizo desvestir a Graciana hasta que quedara simplemente en camisa. Entonces tomó la palangana y, diciéndole santas palabras y muy bellas y devotas oraciones, le derramó agua sobre la cabeza de tal manera que todo su cuerpo quedó mojado. Entonces Hertán, muy contento y feliz de haber visto las costumbres de los cristianos, salió de la habitación y los dejó a los dos solos.

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De lo que sucedió además esa noche, puede decirse que supieron aprovecharla bien. Después, cuando llegó la mañana y apareció claro el día, Gillion se vistió y calzó y se despidió de su mujer. Hertán y él dejaron su castillo y llegaron donde el Sultán quien les había preparado una gran fiesta. La bella Graciana fue llevada al palacio, rodeada por cuatro emires. Si la fiesta del día anterior había sido grande y fastuosa, ese día la hicieron aún más solemne. En medio de la fiesta y de la alegría, llegaron corriendo unos sarracenos donde el Sultán y le dijeron que el Rey de Monbrant había llegado cerca de la ciudad donde sostenía escaramuzas frente a los babilonios y que algunos de sus soldados se habían introducido incluso dentro de los muros causando entre los babilonios grandes pérdidas y daños. Cuando el Sultán escuchó que sus enemigos se habían aproximado a la ciudad, llamó a Gillion y, delante de todos sus barones, le encargó la conducción de sus ejércitos y la dirección de todo su Imperio y de todos los hechos de guerra. El Sultán le dijo que incluso quería que la batalla llevara todas las armas y demás atuendos e insignias que él mismo llevaba, como si estuviera él en persona y que debían honrarlo, reverenciarlo y servirlo como si fuera él mismo que era el señor de ellos. Entonces los sarracenos a una sola voz, respondieron que harían lo que se les ordenaba. Gillion muy humildemente agradeció al Sultán. Después hizo pregonar a toque de trompeta por toda la ciudad que todos debían correr a armarse y montar sobre sus destreros. Entonces todos se armaron lo mejor que pudieron y montaron en sus caballos, con las lanzas en la mano, y se reunieron en la plaza delante del palacio, donde Gillion los esperaba. Trajeron a Gillion su destrero adornado y cubierto con las ricas armas del Sultán, de lo cual los sarracenos no podían estar más contentos. Una vez montado en su destrero, llamó a Hertán y le encomendó llevar el estandarte; el cual lo aceptó con gusto, muy contento de ver que Gillion ejercía tan gran autoridad. Salieron a los campos creyendo que encontrarían inmediatamente a los sarracenos de Monbrant; pero estos ya se habían retirado a media legua de la ciudad. Gillion ordenó sus batallones y avanzó muy despacio hacia sus enemigos. Poco después de haberse alejado de la ciudad, miraron a lo lejos y divisaron a sus enemigos en una gran planicie, donde ordenaban sus batallones. Un espía que había salido bien de mañana de la ciudad se acercó al Rey de Monbrant y le dijo: "Sire, sabed en verdad que inmediatamente veréis a los babilonios en los campos listos para combatiros. El valiente Gillion los conduce y guía el ejército. Su destrero está adornado y cubierto con las armas del propio Sultán. El Sultán le ha encomendado todo lo que se relacione con la guerra y con la conducción y dirección de los babilonios". El Rey Monbrant escuchó al espía y tuvo una gran alegría en su corazón. Le dijo que se sentía él mismo muy contento y que debía alabar y agradecer a Mahoma cuando delante de él pudiera ver a aquel que había matado a su padre y de quien tomaría venganza si lo podía alcanzar. Así como oís, el Rey Monbrant conversaba; pero se dice que en la misma manera como se amenaza, en esa misma manera es como se tiene miedo.

Cuando Gillion de Trazegnies vio a sus enemigos, se paseo por todos sus batallones arengándolos para que pelearan lo mejor posible. Muy sonriente vino donde Hertán y le dijo: "Mi muy querido amigo, os ruego que queráis guardar y conducir esta enseña que lleváis de tal manera que vos y nosotros podamos tener gloria y honor". "Sire", le dijo Hertán, "si así place a Nuestro Señor, no habrá ninguna falta de mi parte". Entonces Gillion ordenó a sus batallones cabalgar contra los enemigos, los cuales los vieron venir a su encuentro. Cuando los dos ejércitos estaban a la vista, los gritos y la algarada de ambos lados se levantó tan fuerte que en toda Babilonia se los oía plenamente. Por eso, la bella Graciana se puso a rezar y pronunció muchas oraciones a Nuestro Señor, rogándole que quisiera traer de regreso sano y salvo a su marido y a su gente. Por otra parte, los sarracenos y las sarracenas que estaban en la ciudad corrieron a su templo y mezquitas para rezar a Mahoma, rogando que quisiera ayudar a su gente.

Cuando los ejércitos se hubieron acercado, comenzaron a arrojarse proyectiles y dardos; y se tiraron en tal cantidad que, debido a su gran espesor, a duras penas podía verse de un ejército al otro. Después bajaron sus lanzas y se embistieron mutuamente, cayendo muchos a tierra. Gillion atacó a un pagano de tal manera que la lanza le atravesó el cuerpo. Después comenzó a gritar "¡Babilonia!". Hertán lo seguía de muy cerca. Entonces la batalla se desarrolló en forma grande y feroz. Muchos caballos fueron tumbados por tierra, pero pudieron levantarse. El Rey de Monbrant iba, con la espada en la mano, buscando a Gillion y preguntaba por él a todo el mundo. De pronto miró a su derecha y vio a aquél que buscaba. Lo conoció inmediatamente por las armas del Sultán; pero antes de que pudiera acudir donde él, lo vio matar a uno de sus emires, lo que le dio un dolor en el corazón tan grande que poco le faltó para que se volviera loco. Tomó de la mano de uno de sus caballeros una lanza muy gruesa y fuerte y se dirigió contra Gillion, quien a su vez venía al encuentro de él. Gillion le preguntó su escudo, sobre el cual el Rey de Monbrant golpeó su lanza con tal fuerza que se rompió hasta el puño, saltando los pedazos por todas partes. Pero el escudo de Gillion no sufrió en absoluto. Gillion vio que la lanza del Rey de Monbrant había quedado rota, pero advirtió que el Rey regresaba para proseguir su ataque. Levantó la espada y le dio al Rey un golpe sobre el yelmo tan fuerte que lo hizo caer por tierra y lo hubiera matado en el sitio si no hubiera sido socorrido rápidamente por su gente. El esfuerzo por salvar al Rey de Monbrant dió lugar a una dura y gran batalla. Pero antes que pudieran haberlo hecho montar nuevamente sobre su destrero, fue tal la contienda que el campo quedó cubierto de muertos y heridos. Unos gritaban "¡Monbrant!", los otros "¡Babilonia!". Horror y espanto producía el oír a los heridos que yacían por tierra, donde terminaban sus días miserablemente entre las patas de los caballos. Era una maravilla ver las grandes proezas que ese día hizo Gillion, el señor de Trazegnies. El Rey Monbrant y los parientes del Rey Haldin tenían tanto dolo en el corazón que poco les faltaba para que de pura desesperación se mataran entre ellos; tanta pena y disgusto tenían, que casi no lo podían sobrellevar. De pronto vieron a Hertán llevando la enseña de Babilonia y varios de ellos lo reconocieron. Unos a otros se decían: "Ved ahí al que mató al Rey Haldin". Y es así que todos juntos, como a la desesperada, corrieron hacia él y lo rodearon. Cuando Hertán se sintió rodeado, se puso a defenderse con mucha fuerza. Abandonando las riendas de su destrero, mientras que en una mano llevaba la enseña, con la otra combatía con la espada. Pero hubiera sido muerto a pesar de toda su defensa, si Gillion no lo hubiera visto y, comprendiendo que estaba en peligro, le gritó que aguantara fuerte que inmediatamente acudiría en su socorro. Entonces Gillion penetró entre los paganos gritando "¡Babilonia!". Estos cuando lo advirtieron, tuvieron gran miedo y no hubo ninguno tan valiente que no se tirara atrás. Todos huían debido a las grandes maravillas que lo veían hacer. Porque no había hombre alguna que fuera tan poderoso que no cayera por tierra. El Rey de Monbrant, viendo a su frente destrozada y corriendo hacia atrás, tuvo gran pena y gran miedo, porque vio que la fortuna le era contraria y que la mayor parte de su gente estaba muerta o herida. No había manera de que lo socorrieran ni de reunir en forma alguna a su gente, porque veía a sus reyes y emires yacer por tierra muertos. Se puso a maldecir a Mahoma y tan pronto como pudo, sin esperar a primo ni pariente alguno, huyó hacia sus naves donde entró a duras penas, debido a la gran cantidad de fugitivos que también querían entrar. Hubo un gran número de ahogados.

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Gillion y Hertán, viendo que el Rey de Monbrant había huido, picaron espuelas tras él matando y abatiendo sarracenos por pilas y montones. Tras ellos venían corriendo los babilonios dando tajos con gran fuerza y abatiendo a sus enemigos al punto que daba horror ver la matanza de la gente del Rey Monbrant. Porque de cien mil hombres que eran al comienzo, no escaparon sino seiscientos y todos los demás fueron muertos o capturados. Gillion corrió detrás del Rey de Monbrant tratando de alcanzarlo. Pero el Rey estaba montado en un destrero muy rápido y había logrado salvarse porque apenas llegó a la orilla del Nilo, descendió del destrero y, abandonándolo, entró dentro de su nave. Apenas se había embarcado, llegó Gillion muy apenado de ver que el Rey se le escapaba. Cogió por las riendas al destrero abandonado y lo entregó a uno de sus escuderos para que lo llevara a Babilonia. El Rey de Monbrant, habiendo visto la gran pérdida sufrida, regresó a su país con la poca gente que le quedaba, triste y dolido, maldiciendo la hora en que había venido a atacar Babilonia y en que había conocido a Gillion de Trazegnies por quien había recibido tanto daño. Cuando Gillion de Trazegnies vio a sus enemigos en desbandada y comprobó la forma como se mataban para entrar a sus barcos, fue hacia las tiendas de campaña de sus enemigos donde encontró grandes riquezas, las que repartió íntegramente entre los que le parecía que más habían luchado; por lo que fue muy querido por los sarracenos, quienes lo consideraban como un Dios.

Después regresó a la ciudad de Babilonia donde fue recibido con gran gloria y alabanza por todo el pueblo. Llegó al palacio y se hizo quitar las armaduras del Sultán. Ahí lo recibió su mujer Graciana con gran alegría. El Sultán le tomó tanto cariño que no pasaba día sin que exigiera verlo; por lo cual Hertán estaba más feliz de lo que nunca había sido en su vida. Mucho tiempo pasaron así en paz y en amor.

De ellos dejaremos de hablar hasta que sea la hora de regresar y les contaré más bien sobre los dos hermanos, Jean que estaba prisionero en Trípoli en manos del Rey Fabur de Moriena y Gérard, su hermano, que estaba prisionero del Rey Morgant en el Castillo de Ragusa.